El ermitaño cuenta los sucesos y prodigios del amor y se incorpora a la hueste de los personajes lacerados y sin remedio. Se confiesa autor de más de un rapto y sugiere, por medio de una locución viva, el susto de la fuga a rienda suelta, bajo el alcance de las piedras y de los disparos.
Se finge delicado a la memoria de Mercedes, constante en censurar sus mocedades y autora, una vez difunta, de su retiro del siglo y de su arrepentimiento y humildad.
Describe la estancia en donde pasó esta vida y quedó yacente, sin auxilio ni compañía. Un soplo del norte rompía a cada paso los ventanales, arrojaba lejos el perfume de los sahumerios y extinguía, delante del crucifijo de marfil, un cirio de lumbre mustia.
Pasa a celebrar su propósito irrevocable de vivir penitente, desde esa hora, en el hueco del monte, en medio de una maleza parca y cenicienta.
El ermitaño da fin a su discurso y me sorprende con la mención de sus compañeros y el reproche de su tardanza. Los apellida por medio de un silbato de cobre.
Yo me vi amenazado, en breve espacio, por una rueda de fusiles asestados. No podía alzar mi voz sobre la greguería de los truhanes.
El capitán los persuadió a respetarme la vida y me sacó a salvo por caminos despeñados, sin dejar el hábito de monje, y contentándose con mi dinero y la promesa de navegar la vuelta de mi patria.
Disparaba su pistola sobre unas aves de rapiña juntadas, sobre mí, en revuelo furioso.
#EscritoresVenezolanos (1929) Las del formas fuego