El topo y el lince eran los ministros de mi sabiduría secreta. Me habían seguido al establecerme en un paisaje desnudo. Unos pájaros blancos lamentaban la suerte de Euforión, el de las alas de fuego, y la atribuían al ardimiento precoz, al deseo del peligro.
El topo y el lince me ayudaban en el descubrimiento del porvenir por medio de las llamas danzantes y de la efusión del vino, de púrpura sombría. Yo contaba el privilegio de rastrear los pasos del ángel invisible de la muerte.
Yo recorría la tierra, sufriendo la grita y pedrea de la multitud.
No conseguí el afecto de mis vecinos alumbrándoles aguas subterráneas en un desierto de cal.
Una doncella se abstuvo de censurar mi traje irrisorio, presente de Klingsor, el mago infalible.
Yo la salvé de una enfermedad inveterada, de sus lágrimas constantes. Un espectro le había soplado en el rostro y yo le volví la salud con el auxilio de las flores disciplinadas y fragantes del díctamo, lenitivo de la pesadumbre.
#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte