En la clave del arco mal seguro,
cuyas piedras el tiempo enrojeció,
obra del cincel rudo, campeaba
el gótico blasón.
Penacho de su yelmo de granito,
la hiedra que colgaba en derredor
daba sombra al escudo, en que una mano
tenía un corazón.
A contemplarlo en la desierta plaza
nos paramos los dos,
y «ése –me dijo– es el cabal emblema
de mi constante amor».
¡Ay! es verdad lo que me dijo entonces.
Verdad que el corazón
lo llevará en la mano... en cualquier parte,
pero en el pecho, no.