Gabriela Mistral

La encina

A la maestra señorita Brígida Walker

I

 
   Esta alma de mujer, viril y delicada,
dulce en la gravedad, severa en el amor,
es una encina espléndida de sombra perfumada,
por cuyos brazos rudos trepara un mirto en flor.
 
   Pasta de nardos suaves, pasta de robles fuertes,
le amasaron la carne rosa del corazón,
y aunque es altiva y recia, si miras bien adviertes
un temblor en sus hojas que es temblor de emoción.
 
   Dos millares de alondras el gorjeo aprendieron
en ella, y hacia todos los vientos se esparcieron
para poblar los cielos de gloria. ¡Noble encina,
 
   déjame que te bese en el tronco llagado,
que con la diestra en alto, tu macizo sagrado
largamente bendiga, como hechura divina!
 
 
                       

II

 
   El peso de los nidos ¡fuerte! no te ha agobiado.
Nunca la dulce carga pensaste sacudir.
No ha agitado tu fronda sensible otro cuidado
que el ser ancha y espesa para saber cubrir.
 
   La vida (un viento) pasa por tu vasto follaje
como un encantamiento, sin violencia, sin voz;
la vida tumultuosa golpea en tu cordaje
con el sereno ritmo que es el ritmo de Dios.
 
   De tanto albergar nido, de tanto albergar canto,
de tanto hacer tu seno aromosa tibieza,
de tanto dar servicio, y tanto dar amor,
 
   todo tu leño heroico se ha vuelto, encina, santo.
Se te ha hecho en la fronda inmortal la belleza,
¡y pasará el otoño sin tocar tu verdor!
 
 
                       

III

 
   ¡Encina, noble encina, yo te digo mi canto!
Que nunca de tu tronco mane amargor de llanto,
que delante de ti prosterne el leñador
de la maldad humana, sus hachas; y que cuando
el rayo de Dios hiérate, para ti se haga blando
y ancho como tu seno, el seno del Señor!
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