Gabriela Mistral

La desvelada

En cuanto engruesa la noche
y lo erguido se recuesta,
y se endereza lo rendido,
le oigo subir las escaleras
Nada importa que no le oigan
y solamente yo lo sienta.
¡A qué había de escucharlo
el desvelo de otra sierva!
 
   En un aliento mío sube
y yo padezco hasta que llega
—cascada loca que su destino
una vez baja y otras repecha
y loco espino calenturiento
castañeteando contra mi puerta–.
 
   No me alzo, no abro los ojos,
y sigo su forma entera.
Un instante, como precitos,
bajo la noche tenemos tregua;
pero le oigo bajar de nuevo
como en una marea eterna.
 
   El va y viene toda la noche
dádiva absurda, dada y devuelta,
medusa en olas levantada
que ya se ve, que ya se acerca.
Desde mi lecho yo lo ayudo
con el aliento que me queda,
por que no busque tanteando
y se haga daño en las tinieblas.
 
   Los peldaños de sordo leño
como cristales me resuenan.
Yo sé en cuáles se descansa,
y se interroga, y se contesta.
Oigo donde los leños fieles
igual que mi alma, se le quejan,
y sé el paso maduro y último
que iba a llegar y nunca llega...
 
   Mi casa padece su cuerpo
como llama que la retuesta.
Siento el calor que da su cara
–ladrillo ardiendo– contra mi puerta.
Pruebo una dicha que no sabía:
sufro de viva, muero de alerta,
¡y en este trance de agonía
se van mis fuerzas con sus fuerzas!
 
   Al otro día repaso en vano
con mis mejillas y mi lengua,
rastreando la empuñadura
en el espejo de la escalera.
Y unas horas sosiega mi alma
hasta que cae la noche ciega.
 
   El vagabundo que lo cruza
como fábula me lo cuenta.
Apenas él lleva su carne,
apenas es de tanto que era,
y la mirada de sus ojos
una vez hiela y otras quema.
 
   No le interrogue quien lo cruce;
sólo le digan que no vuelva,
que no repeche su memoria,
para que él duerma y que yo duerma.
Mate el nombre que como viento
en sus rutas turbillonea
¡y no vea la puerta mía,
recta y roja como una hoguera!

Locas mujeres

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