Gabriela Mistral

Comentarios a poemas de Rabindranath Tagore

«Sé que también amaré la muerte»

No creo, no, en que he de perderme tras la muerte.

¿Para qué me habrías henchido tú, si había de ser vaciada y quedar como las cañas exprimida? ¿Para qué derramarías la luz cada mañana sobre mis sienes y mi corazón, si no fueras a recogerme como se recoge el racimo negro melificado al sol, cuando ya media el otoño?

Ni fría ni desamorada me parece, como a los otros, la muerte. Paréceme más bien un ardor, un tremendo ardor que desgaja y desmenuza las carnes, para despeñarnos caudalosamente el alma.

Duro, acre, sumo, el abrazo de la muerte. Es tu amor, es tu terrible amor, ¡oh, Dios! ¡Así deja rotos y vencidos los huesos, lívida de ansia la cara y desmadejada la lengua!

«Yo me jacté entre los hombres de que te conocía...».

Como tienen tus hombres un delirio de afirmaciones acerca de tus atributos, yo te pinté al hablar de Ti con la precisión del que pinta los pétalos de la azucena. Por amor, por exageración de amor, describí lo que no veré nunca. Vinieron a mí tus hombres a interrogarme; vinieron porque te hallan continuamente en mis cantos, derramado como un aroma líquido. Yo, viéndoles más ansia que la del sediento al preguntar por el río, les parlé de Ti, sin haberte gozado todavía.

Tú, mi Señor, me lo perdonarás. Fue el anhelo de ellos, fue el mío también de mirarte límpido y neto como las hojas de la azucena. A través del desierto, es el ansia de los beduinos la que traza vívidamente el espejismo en la lejanía... Estando en silencio para oírte, el latir de mis arterias me pareció la palpitación de tus alas sobre mi cabeza febril, y la di a los hombres como tuya. Pero Tú que comprendes te sonríes con una sonrisa llena de dulzura y de tristeza a la par.

Sí. Es lo mismo, mi Señor, que cuando aguardamos con los ojos ardientes, mirando hacia el camino. El viajero no viene, pero el ardor de nuestros ojos lo dibuja a cada instante en lo más pálido del horizonte...

Sé que los otros me ultrajarán porque he mentido; pero Tú, mi Señor, solamente sonreirás con tristeza. Lo sabes bien: la espera enloquece y el silencio crea ruidos en torno de los oídos febriles.

«Arranca esta florecilla. Temo que se marchite, y se deshoje, y se caiga, y se confunda con el polvo».

Verdad es que aún no estoy en sazón, que mis lágrimas no alcanzarían a colmar el cuenco de tus manos. Pero no importa, mi Dueño; en un día de angustias puedo madurar por completo.

Tan pequeña me veo que temo no ser advertida y quedar olvidada como la espiga en que no reparó, pasando, el segador. Por esto quiero suplir con el canto mi pequeñez, sólo por hacerte volver el rostro si me dejas perdida, ¡oh, mi Segador extasiado!

Verdad es también que no haré falta para tus harinas celestiales; verdad es que en tu pan no pondré un sabor nuevo. Mas, ¡de vivir atenta a tus movimientos sutiles, te conozco tantas ternuras que me hacen confiar! Yo te he visto, yendo de mañana por el campo, recoger evaporada la gotita de rocío que tirita en la cabezuela florida de una hierba y sorberla con menos ruido que el de un beso. Te he visto asimismo, dejar disimuladas en el enredo de las zarzamoras las hebras para el nido del tordo. Y he sonreído, muerta de dicha, diciéndome: –Así me recogerá, como a la gotita trémula, antes de que me vuelva fango: así como al pájaro se cuidará de albergarme después de la última hora.

¡Recógeme, pues, recógeme pronto! No tengo raíces clavadas en esta tierra de los hombres. Con un simple movimiento de tus labios, me sorbes; ¡con una imperceptible inclinación, me recoges!

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