Gabriela Mistral

Selva austral

Algo se asoma y gestea
y de vago pasa a cierto,
un largo manchón de noche
que nos manda llamamientos
y forra el pie de los Andes
o en hija los va subiendo.
 
Por más que sea taimada,
la selva se va entreabriendo
y en rasgando su ceguera,
ya por nuestra la daremos.
 
Caen copihues rosados,
atarantándome al ciervo
y los blancos se descuelgan
en luz y estremecimiento.
 
Ella, con gestos que vuelan,
se va a sí misma creciendo;
se alza, bracea, se abaja,
echando oblicuo el ojeo;
sobre apretadas aurículas
y otras hurta con recelo,
y así va, la marrullera,
llevándonos magia adentro...
 
Sobre un testuz y dos frentes,
ahora palpita entero
un trocado cielo verde
de avellanos y canelos,
y la araucaria negra
toda brazo y toda cuello...
 
Huele el ulmo, huele el pino
y el humus huele tan denso
como fue el segundo día
cuando el soplo y el fermento.
Por la merced de la siesta
todo, exhalándose, es nuestro,
y el huemul corre alocado
o gira y se estrega en cedros,
reconociendo resinas
olvidadas de su cuerpo.
 
Está en cuclillas el niño,
juntando piñones secos
y espía a la selva que
mira en madre, consintiendo...
Ella, como que no entiende,
pero se llena de gestos,
como que es cerrada noche
pero hierve de siseos.
 
Cuando es que ya sosegamos
en hojarascas y légamos,
van subiendo, van subiendo,
rozaduras, silabeos,
mascaduras, frotecillos,
temblores calenturientos,
el caer de las piñetas,
la resina, el gajo muerto,
pizcas de nido, una baya,
unas burlitas de estiércol.
Abuela silabeadora,
ya te entiendo, ya te entiendo.
 
Deshace redes y nudos,
abaja, abuela, el aliento;
pasa y repasa las caras,
cuélate de sueño adentro.
 
Yo me fui sin entenderte
y tal vez por eso vuelvo;
pero allá olvido a la Tierra.
 
—Pero di adónde nos llevas
que, a lo mejor, vas “tocada”.
Ya me he caído dos veces
y tú, “tú como que nada”.
¿Qué es eso que se ve, di?
Es cosa viva y parada.
Y será que tiene frío
que se ve como engrifada.
¿Mama, alguna vez la viste?
Sigues sin saber de nada.
 
—Tú ya no crees en mí
sólo porque soy fantasma.
 
—¡Qué grande, y azul y quieto,
parece cosa embrujada!
Haz la señal de la cruz.
Yo nunca vi agua parada.
 
—Es tu lago de Llanquihue,
la más dulce de tus aguas.
 
Parece que está adorando;
sólo cuchichea, no habla.
Tal vez estará orando
y le sobran las palabras.
 
Pero se tiene un respiro,
una hablilla, una nonada.
No haber miedo de allegarse;
recibirle la mirada.
Nadie te miró tan dulce
y con tan larga mirada.
 
—Mama, es tan grande y apenas
apenitas da palabras.
 
—Siempre me sobró el hablar
con este Señor del Alma,
como la muda quedé
para recibirle el agua
y lavar en él mis vistas
como niña avergonzada.
 
—¿Y cómo lo llaman, di?
A ver si llamado, él habla.
 
—Oye: se llama Llanquihue,
el indio así lo mentaba.
 
—¿Y qué dice eso “Llanquihue”?
 
—¡Ay! para nosotros, nada!
Porque fue la vieja gente
la que, como Dios, mentaba,
y nombrar es un gran arte.
Tú y yo no sabemos nada.
Ellos nombraron palpando
criaturas bien amadas.
Emparentar se sabían
los sonidos con sus almas
y a dioses se parecían
toda cosa bautizando.
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