Gabriela Mistral

Hospital

Detrás del muro encalado
que no deja pasar el soplo
y me ciega de su blancura,
arden fiebres que nunca toco,
brazos perdidos caen manando,
ojos marinos miran, ansiosos.
 
   En sus lechos penan los hombres,
metales blancos bajo su forro,
y cada uno dice lo mismo
que yo, en la vaina de su sollozo.
 
   Uno se muere con su mensaje
en el desuello del fruto mondo,
y mi oído iba a escucharlo
toda la noche, rostro con rostro.
 
   Hacia el cristal de mi desvelo,
adonde baja lo que ignoro,
caen dorsos que no sujeto
rollos de partos que no recojo,
y vienen carnes estrujadas
de lagares que no conozco.
 
   Juntos estamos, según las cañas
oyéndonos como los chopos,
y más distantes que Ghea y Sirio,
y el pobre coipo del faisán rojo.
Porque yo tengo y ellos tienen
muro yerto que vuelve el torso,
y no deja acudir los brazos,
ni se abre al amor deseoso.
 
   El celador costado blanco
nunca se parte en grietas de olmo,
y aunque me cele como un hijo
no me consiente ir a los otros:
espalda lisa que me guarda
sin volteadora y sin escorzo.
 
   El sordo quiere que vivamos
todos perdidos, juntos y solos,
sabiéndonos y en nuestra búsqueda,
en laberinto blanco y redondo,
hoy al igual que ayer, lo mismo
que en un cuento de hombre beodo,
aunque suban, del otro canto
de la noche, cuellos ansiosos,
y me nombren la Desvariada,
el que hace señas y el Niño loco.
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