Gabriela Mistral

Aserradero

Porque no tengo bosque sobre el pecho
ni gracia de hojarasca en que dormirme
yo me cuelo, furtiva como el Tlaloc
por puertas vanas del aserradero.
 
Son el ciprés y el pino-araucaria
y el haya que de esbelta casi danza,
y el cedro del Poeta-Rey, y el fresno
palpitante y el pino embalsamado.
 
Huelo el olor,
vaho al llegar, ahora bocanada;
lloran un lloro escocedor y lento,
lloran sin voz como el santo o el loco.
 
Llenos de ojos están y de mirada,
y oyéndose más vivos en su muerte.
Todos son diferentes y los mismos
como los Once de la Última Cena.
 
Ya se están olvidando de su nombre
y de sus copas como el trascordado
y me apego a su oído, por decirles:
“tú el roble”, “tú la encina”, “tú mi cedro”,
y llamo al viento para que los alce,
pero él tan sólo zumba a sus espaldas.
 
Tantos son que recobro a cuantos tuve,
a mi bautizador descabezado,
a mi Bartolomé mondo y sin rostro
y a mi dulce Miguel sacrificado,
a cada nombre los nombro y repaso
y los vuelvo a nombrar porque se acuerden.
 
Pecho con pecho yo les voy diciendo:
“Ya fuimos, ya cruzamos trebolares,
ya echamos flor y resollamos gomas,
ya cantamos al canto que trajimos
en el limo feliz o en la salmuera,
ya amparamos, ya fuimos y pasamos
según la ley del hombre y de los pinos”.
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