Vuela un olor delicado
y tímido y placentero,
delgado como la brisa,
íntimo como el aliento.
Lo había olvidado andando
campos de olores violentos
que se dicen y declaran
casi, casi como un grito.
Sí, sí, ya no recordaba
este aroma de embeleso.
Es el frutillar tendido
que crece callado y lento,
pero en la estación del fruto
se declara desde lejos
y hace torcer el camino
al distraído o al lelo.
El bulto del frutillar
se disimule en el huerto
y el pobrecillo se ignora
que su olor de cerca o lejos
lo denuncia y lo declara
y siempre lo está “vendiendo”.
—Abájate, mi chiquillo,
hay frutas que estoy viendo.
Abájate, coge pocas
y deja algo a los que vienen,
y cógelas con cuidado
que él se tiene sus recelos.
—Otra vez vas a decirme
que el frutillar tiene miedo.
—Sí, que lo tienen por unos
que lo revuelven sin seso.
—Voy, voy, pero te descansas.
Que no te rindas. Parece
y que tu cuerpo no es cuerpo.
Por eso ya voy creyendo
que eres fantasma sin sueño.
Pero te sigo y te sigo
y de tanto acompañarte
¿tú no lo ves? Ya te quiero...
No cuesta nada coger
frutillas, aquí las tengo.
¿Que no las comes, que no?
Son maduras, estás viendo.
Las hueles, las vas contando
y no las comes. No entiendo.
Y te pones a entonar
y ese canto es extranjero.
¿De dónde te lo sacaste?
No cantan eso en mi pueblo.
—Es que yo quiero que cantes
para acortar el sendero.
Aunque siempre lo hice mal,
yo canté con alma y cuerpo.
—Tú quieres decir, repite, Mama,
“yo canté con alma y cuerpo”.
—Mal se portó mi garganta,
poquito menos el cuerpo.
Unos me decían ¡sigue!
otros me daban denuestos.
Ahora me vengo acordando,
porque cansado te veo,
que aquel cantar me aliviaba
de mucho, casi de todo,
todo, todo lo olvidaba.
Las gentes se me reían
de la voz y las palabras
y yo seguía, seguía...