Vamos pasando, pasando
la vieja Araucanía
que ni vemos ni mentamos.
Vamos, sin saber, pasando
reino de unos olvidados,
que por mestizos banales,
por fábula los contamos,
aunque nuestras caras
suelen sin palabras declararlos.
Eso que viene y se acerca
como una palabra rápida
no es el escapar de un ciervo
que es una india azorada.
Lleva a la espalda al indito
y va que vuela. ¡Cuitada!
—¿Por qué va corriendo, di,
y escabullendo la cara?
Llámala, tráela, corre
que se parece a mi mama.
—No va a volverse, chiquito,
ya pasó como un fantasma.
Corre más, nadie la alcanza.
Va escapada de que vio
forasteros, gente blanca.
—Chiquito, escucha: ellos eran
dueños de bosque y montaña
de lo que los ojos ven
y lo que el ojo no alcanza,
de hierbas, de frutos, de
aire y luces araucanas,
hasta el llegar de unos dueños
de rifles y caballadas.
—No cuentes ahora, no,
grita, da un silbido, tráela.
—Ya se pierde ya, mi niño,
de Madre-Selva tragada.
¿A qué lloras? Ya la viste,
ya ni se le ve la espalda.
—Di cómo se llaman, dilo.
—Hasta su nombre les falta.
Los mientan “araucanos”
y no quieren de nosotros
vernos bulto, oírnos habla.
Ellos fueron despojados,
pero son la Vieja Patria,
el primer vagido nuestro
y nuestra primera palabra.
Son un largo coro antiguo
que no más ríe y ni canta.
Nómbrala tú, di conmigo:
brava-gente-araucana.
Sigue diciendo: cayeron.
Di más: volverán mañana.
Deja, la verás un día
devuelta y transfigurada
bajar de la tierra quechua
a la tierra araucana,
mirarse y reconocerse
y abrazarse sin palabras.
Ellas nunca se encontraron
para mirarse a la cara
y amarse y deletrear
sobre los rostros sus almas.