El poema más bello del mundo
Quisiera escribirte
el poema más bello
del mundo.
Pero no puedo.
No puedo
porque no se han inventado
las palabras adecuadas,
ni los adjetivos correctos.
Quizá ya no estemos
cuando eso pase.
Pero te escribo
un par de cosas ahora:
Te amo
como amo
cuando el sol
nos despierta
un sábado por la mañana
y los pendientes de la semana
desaparecen
por unos días.
Te amo
como amo los días
nublados,
la promesa de lluvia,
y tú, con esa dulzura
en tu cara, preguntas:
—¿Quieres tomar café?
Te amo
como amo
las cosas más simples de la vida:
tomar agua recién despierto,
tomar un trozo de pan,
y llevarlo a mi boca,
escuchar el viento
chocar con la ventana,
ver esa enorme montaña
cuidándonos,
ducharme después
de un agotador día,
cenar a tu lado
y después no hacer nada, nada,
verte por la ventana
tendiendo la ropa
un sábado por la mañana,
almorzar algo
y que me preguntes,
con esa dulzura en tu cara:
—¿Comiste bien?
Si tan solo supieras
que la comida
es lo de menos.
Qué será de mí
sin aquellos días,
cuando eso que es,
ya no sea.
Pero, querida, no creas
que pienso eso
todos los días.
Solo unos cuantos
(a la semana).
Sé, sin embargo,
que lo inevitable
de la vida
un día sucede
en igual o mayor medida,
como si el sol
sale mañana
por el mismo lado
de siempre.
Qué será de mí
cuando el sol
ya no salga,
y esa oscuridad
que apagaste en mí
vuelva.
Pero esta vez,
esta vez—y muy lamentable—
sea infinita.
Eterna.
Como el amor
que te tengo.
Y ni siquiera
ese mismo sol
que sale,
vuelva a pegar
un poquito en tu cara,
iluminándote naturalmente.
Y tú,
con esa bella sonrisa,
me digas:
—¿Comiste bien?