¿Para qué sirve la poesía,
esa brisa inquieta que roza el alma,
esa llama que no calienta las manos
pero incendia los silencios?
¿Es una lámpara encendida
en la noche oscura de la conciencia?
¿O es tan solo un eco sin destino,
una voz que persiste aunque nadie la escuche?
Tal vez sirve para nombrar lo innombrable,
para bordar el abismo con palabras,
para encontrar en las ruinas del tiempo
el destello oculto de la eternidad.
En términos antológicos,
la poesía es el espejo de lo que somos,
una grieta en la lógica del mundo
por donde se asoman las verdades desnudas.
Es raíz que hunde sus dedos
en la tierra de los instantes vividos,
y rama que se alza hacia un cielo
que nunca terminamos de comprender.
Sirve para sostener lo frágil,
para tatuar el instante que huye,
para convertir el dolor en canto
y el olvido en memoria compartida.
¿Y si no sirviera para nada?
Quizá en eso radique su misterio:
en ser puro ser, pura existencia,
una chispa inútil que basta para iluminarlo todo.
Porque la poesía no es un medio,
sino el fin último de las palabras,
la brújula rota que aún señala
el norte de lo que nunca sabremos.