Inercia
Un día cualquiera, sin previo aviso, Antonio dejó de hacer preguntas. Fue una decisión silenciosa, casi automática, como si su mente hubiera encontrado en la indiferencia un refugio cómodo. Ya no había necesidad de cuestionar por qué la vida se repetía en círculos, ni por qué los días se sucedían con la precisión de un reloj mal calibrado.
Iba al trabajo, volvía a casa, saludaba con frases vacías y respondía con gestos mecánicos. La rutina se había convertido en su única certeza, como si el peso del tiempo lo arrastrara por una corriente invisible, imposible de resistir. No era tristeza lo que sentía, tampoco alegría; era una especie de limbo, donde las horas pasaban sin dejar rastro.
Sus amigos lo notaron primero, con pequeñas observaciones: “Antonio está más callado”, “parece distraído”. Pero nadie profundizaba; las conversaciones seguían su curso, como si la inercia de la vida los empujara a todos hacia adelante, sin detenerse a mirar.
Antonio, en cambio, sentía que algo se disolvía en su interior, como un hilo del que alguien tiraba lenta pero inexorablemente. Era una sensación sutil, casi imperceptible: la conciencia de que algo terminaba sin ruido, sin drama.
Una mañana, al salir de casa, se detuvo en la puerta. El aire fresco le golpeó el rostro, y por un instante sintió el impulso de cambiar el rumbo, de caminar sin destino, de hacer algo que rompiera con la inercia de siempre. Pero la sensación se desvaneció tan rápido como había llegado, y siguió su camino, fiel a su rutina.
No era tristeza ni derrota lo que lo mantenía así. Simplemente, había comprendido que la vida, a veces, no tiene más sentido que el que le damos. Y él había elegido no buscar más.
