Silente yace el tiempo en vastos corredores
del alma, donde habita la sombra sempiterna,
susurra entre la niebla la calma que gobierna
y arrastra su misterio en mudos resplandores.
El cielo, catedral de azul inabarcable,
resguarda entre sus naves la luz que nos destina,
y vierte sobre el mundo su huella diamantina,
tejida en los confines de un orden inmutable.
Las rocas, como espectros, vigilan las llanuras,
ajenas al fragor que azota la ribera;
custodian en su pecho la esencia verdadera,
raíz de los secretos, verdades más oscuras.
Y cuando muere el día, se alzan los colores,
la flor del infinito despide su perfume;
los astros, en su danza, renuevan el resumen,
y cantan en la noche eternos soñadores.