El poeta crece con el pan de lágrimas,
su madre amasa con suspiros y silencios,
cada miga lleva el peso de la ausencia,
cada corteza, la huella de un desvelo.
Es su primer alimento, su bautizo,
una herencia hecha de pena y esperanza,
las palabras llegan como un quejido antiguo,
como el eco de una cuna sin balanza.
Del llanto surge la tinta en su pluma,
del hambre, el verso que nunca se sacia,
escribe con la sombra de su madre en los ojos,
con el temblor de un amor que no se apaga.
Heredada la fiebre de la poesía,
el pan amargo que nunca se consume,
la memoria de un tiempo que no muere,
y el fuego de un nombre que aún le cruje.