El problema del verso es su cadena,
las palabras que surgen y se oponen,
que como muros tercos se interponen
entre el alma que canta y su condena.
Si el poema pudiera, sin verbena,
hablar del fuego y su fulgor no expone,
tal vez la luz que en su interior se dispone
sería infinita, libre y tan serena.
Pero el idioma es cárcel y es camino,
es tormenta y refugio en el sendero,
es un mar que limita lo divino.
Y el poeta, con su trabajo austero,
se enfrenta al laberinto más mezquino:
nombrar lo innombrable con esmero.