El mero hecho de encontrarte cuerpo a cuerpo con otras personas tiene un valor innegable, como el roce del viento contra la piel, como la marea que se quiebra en la orilla y se retira para volver con más fuerza. La escritura es un acto solitario, un diálogo interno que avanza en la penumbra del pensamiento. Se gesta en el silencio, en la intimidad de la página en blanco, donde las palabras buscan su propia forma antes de ser lanzadas al mundo.
Pero cuando la presencia del otro irrumpe, el texto se sacude, despierta de su letargo y descubre nuevos significados. La voz que era solo un susurro dentro de mí encuentra resonancia en otras miradas, en otras manos que tocan lo escrito y lo moldean con su lectura. En ese encuentro, las palabras ya no son mías; se vuelven espejos, ecos, latidos que se expanden más allá de lo que imaginé.
A veces, la soledad del escritor pesa como un ancla, hundiéndolo en la profundidad de su propio océano. Pero el roce de otras voces, el intercambio de ideas, la risa compartida y hasta el desacuerdo, son relámpagos que iluminan la noche interna, que encienden la chispa de lo imprevisto.
Estar con otros es cargar las baterías del alma, es permitir que el texto respire, se transforme y cobre una vida que trasciende su origen. Porque la escritura, aunque nazca en la soledad, encuentra su verdadero significado en el latido colectivo del mundo.
El mero hecho de encontrarte cuerpo a cuerpo con otras personas es un acto de revelación, un cruce de latidos donde las palabras se despojan de su exilio. La escritura, en su callada hondura, exige la soledad como condición de nacimiento, un espacio donde el pensamiento se despliega como raíz que busca su forma en la sombra.
Pero algo sucede cuando el texto abandona su cueva y se vierte en la presencia del otro. Se resitúa, respira distinto, muta en matices que jamás imaginaste. Como un río que, al tocar nuevas tierras, descubre cauces que no se sabía. Hay en ese encuentro una chispa, un reflejo que multiplica los significados y vuelve al lenguaje un cuerpo vivo, palpitante.
A mí me ocurre así. Me entrega una energía distinta, un pulso renovado, como si cada mirada, cada silencio compartido, cargara mis baterías con la fuerza de lo colectivo. Porque escribir es un acto de íntima escucha, pero también de apertura: una danza entre el silencio y la voz del mundo.