Uno aprende a vivir con los restos:
con la cama sin hacer,
la botella vacía en la cocina
y ese silencio que ya no incomoda.
Uno aprende—
con resignación elegante—
a mirarse al espejo
como si fuera otro.
Sin esperar milagros.
Sin pedir explicaciones.
Los amigos se casan,
compran sofás grises,
hablan de hipotecas
y dejan de beber los jueves.
Tú, en cambio,
sigues fumando en el balcón
como quien no se rinde
pero tampoco espera.
Y está bien.
Después de todo,
la juventud fue un malentendido glorioso.
La adultez,
una forma más precisa de la ironia.