Como olas de un tsunami que, sublimes,
los dioses cincelaron en la tierra,
se imponen las montañas sobre Arteaga
como un telón de fondo colosal.
Sostienen—como Atlas—en la espalda
el cielo ardiente, de éter encendido,
y, pálida, en sus cumbres, la corona
de plata y alabastro de las nubes.
Un vértigo divino me desborda,
me arruya al contemplar estas montañas
en este día indolente que susurra
«¡bajo este cielo nunca hubo sepulcro!»