Christian Sanz Gomez

Ancien Régime

Ah aquel mundo de ayer de mi infancia
cuando iba con mis papás arriba, al reservado del restaurante,
y abajo quedaba la vida, la cuca coctelería, el piano perfectísimo,
el aire espumoso del verano, la luz arracimada en los ojos silvestres para que impugnasen los bigotitos putrefactos de filisteos o rockeros desquiciados.
Lo recuerdo todo con intensa claridad de símbolo: nuestra gente era aún ordenadísima, educadísima, exacta y sólida, no cabía ni asomo de plebeyez o de engaño,
sobrepujaba el pensamiento soberbio, augusto, fluía magnánimo el gesto,
y el dinero –perdonad la confesión– lo teníamos quienes debíamos tenerlo.
Para nosotros el sileno griego, el templo jovial de las sagrados oros molidos y las hojas de vírgenes álamos,
el lirio bíblico, las lluviosas y largas playas de amanecida y el negro de los pumas.
El mundo entero era lo mismo que una pastelería vienesa;
los días sin diferencia al sabor civilizado de los cangrejos en las tabernas de Sitges.
Sí, hubo un día en que nosotros éramos los amos del mundo, los dignos propietarios de la historia.
Sin cutres revistas del corazón ni carreteras atestadas de turistas, sin proteína barata,
éramos nosotros los elegidos, los purpurados, el alma que devoraba el mundo a cambio de inyectarle gloria,
el espíritu que custodiaba la palabra y la belleza y la medida.
Nuestras plegarias se atendían, buscábamos fe y alegría, y de fe y de alegría se nos proveía,
el mundo funcionaba porque estaba bien hecho.
Sin embargo, imperceptible e insensiblemente, se socavó aquel Ancien Régime.
Se dejó de oír el crujido dulce de aquella osamenta que sostenía el orbe,
la trompetería en rotación de los bárbaros sonaba amenazante en las fronteras.
Subieron al estrado muy mediocres y rapaces tipos, muy mediocres y mendaces hombres
y todo se llenó de las ruines y vulgares ideas del comercio, las tecnologías, las luteranas obligaciones,
empezó caudalosa la tan indeclinable como impostergable corrupción de la sabiduría.
Donde comía cada día con papá y mamá pusieron un Zara.
En las voces enseguida percibí una neblina ácida y turbia, tonos broncos e híspidos;
arreciaba como una plaga de langostas el tsunami sandio de las muchedumbres y la democracia popular.
Se imponía como blanca religión la ley de la horda,
marsupiales tartaja, hienas analfabetas gobernaban la república
y hormigas siervas las votaban con estrépito y devoción.
Se congelaron los bosques y se helaron las frágiles rosas,
guillotinaron a la reina, huían príncipes al exilio, e imperaron rocosas sombras.
Recuerdo como con papá y mamá iba arriba, al bonito reservado,
a degustar mis vieiras laminadas con aceitunas y tomatitos de invierno.
Agradezco a mis papás la hermosa tradición que me legaron. El gusto del lujo mental.
Pero pasó aquello como pasa la arena a través de la cruel clepsidra.
Ya ahora en mitad del camino de mi vida, recordando con punzante amor aquella arcadia
(el maître no oía entonces brutales planes de sexo como debe oír ahora,
ni los pazguatos y analfabetos comentarios de futbolistas o de sus presidentes),
recordando aquella feliz memoria que –ay– no fue promesa de futuro,
derrotada la flor del tiempo,
poseedor de hacienda menuda y con envidiable ocio,
 
decido desaparecer, enclaustrarme,
vagar por mis tierras gallegas,
saberme propietario de lo noble e inmortal,
ensoñar por altos bosques de eucalipto, vagar por mi sonrosada melancolía,
sentir esa intemporal existencia de solo ser culto propietario rural,
y escribir, a nadie escribir,
las líneas precisas e incomprensibles de este mediocre y elegíaco poema.

Fui un niño de familia rica. Ahora soy rentista pobre. Pese a la máscara y exageraciones del poema (no hay peor poesía que la poesía sincera) siento la decadencia y apocalipsis de este mundo hortera, chato y bárbaro, donde la incultura y la mala educación se han vuelto modas culturales, un mundo en el que no sé vivir porque no me criaron para vivir en él. Tomo mi daiquiri helado y brindo por el pasado.Y huyo junto a la la zarina por campos de nieve siempre al Exilio.

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