Almas esposas seremos;
unidas existiremos
aunque tú vivas lejano,
que el mundo no puede, hermano,
lograr que nos separemos.
Misteriosa inteligencia
que no alcanzan de la ciencia
a explicarnos las razones
sustentan los corazones
separados en la ausencia.
Hay espíritus queridos
en la atmósfera esparcidos
que nos recuerdan y agitan,
y los amantes sonidos
de nuestras voces imitan.
Ellos viven en los vientos,
en los mares turbulentos,
en los astros y las flores,
en la luz y los colores
y hasta en los vagos acentos.
No se ven, aunque se miran,
pero se sienten, se aspiran
cuando tocándonos pasan,
cuando al tocarnos suspiran,
cuando al pasar nos abrasan.
En el murmullo del río
oirás el acento mío,
en la estrella más dorada
verá lucir tu mirada
mi exaltado desvarío.
Siempre juntos estaremos;
por la luna nos veremos
en las noches de verano:
¡cuánto hablaremos, hermano!
¡Qué de amores nos diremos!
¡Cuántas palabras suaves
que sólo en el mundo sabes
me dirás; cuánta dulzura,
cuánta amorosa ternura
te diré, cuando tú acabes!
Y si quieres mensajero
más alegre y placentero
que la luna peregrina,
yo te enviaré, compañero,
a la bella golondrina.
Ella por mí presurosa
cruzará el aire gozosa,
y entrando por tu ventana
te llevará una mañana
mi visita cariñosa.
«Despierta, mi bien querido;
—te dirá—si estás dormido,
que yo en su nombre te llamo:
ella dice... yo te amo:
Responde tú... no la olvido».
Badajoz, 1845