Carolina Coronado

Al emperador carlos v

¡Memoria al grande César! Yo le canto.
Si el rayo sacrosanto
del entusiasmo que mi sangre enciende,
alienta la poesía,
¿cuál mejor que la mía
de Carlos el espíritu comprende?
 
Alta categoría entre los reyes,
fueron, ya, de sus leyes
soberanos altivos los vasallos;
los príncipes de Europa
le siguieron en tropa,
sirviendo a su carroza de caballos.
 
Aun su excelso valor, su genio santo
al héroe de Lepanto
y a Felipe virtudes infundieron,
que bastó la vertiente
del colosal torrente
para engendrar los ríos que corrieron.
 
¡El César! el que asombro de Pavía,
la lis que florecía
sobre las sienes del primer Francisco
arranca, y al valiente
conduce con su gente
como a dócil rebaño hacia el aprisco.
 
¡El César! que espantando, al africano
lleva el pendón cristiano
flotando por encima de los mares
a la moruna almena,
donde el clamor atruena
de bárbaros vencidos, a millares.
 
¡El César! el que en Sena y en Toscana
a la gente otomana
y a los hijos del alto Pirineo
hace volar medrosos,
dejando vergonzosos
cien banderas deshechas por trofeo...
 
Empero ¿a qué, Señor, pasada gloria
recordar a esta escoria
de la española raza? ¿Para ejemplo?
¡Ha mucho que mi lira
que por gloria suspira
de los héroes de España en honor templo!
 
¿Y quién me oyó? ¿Los pájaros del monte
que pueblan mi horizonte?
¿Los reptiles que habitan el sembrado?
¿El perro de cabaña,
o la oscura alimaña
que atraviesa de noche este collado?
 
¡Qué somos ya! las gentes humilladas
al extranjero dadas,
a servir a sus fardos de camellos;
¿tenemos corazones
que sientan emociones
con la memoria de los héroes bellos?
 
¿Sabemos qué es valor, lo que es nobleza?
¿Nos deja la tristeza
cuando del pecho roba hasta el aliento,
ni fuerza en nuestro pasmo
a un soplo de entusiasmo,
de noble admiración a un pensamiento?...
 
¿Por qué no eternos son los grandes reyes?
¿Por qué a las mismas leyes
sujeto de morir que los tiranos,
está Carlos divino?
¡Qué injusto es el destino!
¡Qué duros de entender son sus arcanos!
 
Y aún el breve reinado de consuelo
nos acortara el cielo,
túnica revistiendo penitente
al que manto vestía,
que puso al Mediodía
pavor, envidia al Sur, miedo al Oriente.
 
«Pueblos –dijo el gran rey a las naciones–
ya visteis mis blasones,
donde asomé la faz, tembló la tierra,
Francia besó mi planta,
y a mi antojo se canta
el himno de su paz y el de su guerra.
 
»¿Veis que avasallo al indio, al castellano,
alemán y al romano,
tanta de mi corona es la grandeza?
Pues con desdén profundo
yo la cambio en el mundo
¡qué escarmiento, ambición! por la pobreza».
 
Y desciñendo de su augusta frente
la diadema potente,
apareció más alto a los mortales
de humildad revestido
que orgulloso ceñido
con las áureas coronas imperiales.
 
Ermita de Bótoa, 1846

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