Carolina Coronado

A S. M. la reina madre doña María Cristina de Borbón

Aquel nombre primero
que bendijo mi labio balbuciente,
después que prisionero
vi a mi padre inocente,
fue, Señora, tu nombre reverente.
 
Aquella faz hermosa
que, después de la faz hermosa y santa
de mi madre amorosa
miré con ansia tanta,
fue, Señora, tu faz que al mundo encanta.
 
La primera alegría
que de mi triste infancia en los albores
recuerda el alma mía,
brotó con tus favores
como al rayo del sol brotan las flores.
 
Y la primera gala
que el sereno y trasparente cielo
al puro azul iguala,
la vestí con anhelo
por celebrar tu nombre y mi consuelo.
 
Yo entonces no sabía
cómo en la vaga mente se creaba
la sonora poesía,
pero entonces cantaba
los himnos que en tu honor el pueblo alzaba.
 
De tu dulce amnistía
a la sombra feliz hemos crecido,
las que niñas un día
tanto habemos sufrido
que sin ti fuera triste haber nacido.
 
Con noche muy oscura
nacimos en el siglo desgraciado,
y nunca la luz pura
hubiéramos gozado
si no le amaneciera tu reinado.
 
Luz trajo tu venida,
luz tu sonrisa, luz es tu mirada,
y a tu luz atraída,
ave desorientada,
yo te vine a buscar triste y cansada.
 
Y tú al ave importuna
que de Aranjuez al campo retirado
fue a gemir su fortuna,
tendiste con agrado
tu mano, que es su nido regalado.
 
Al verte, a mi memoria
vino el recuerdo de la infancia mía,
toda la amarga historia
del padre que gemía,
y tu grandeza soberana y pía.
 
Recordé tu hermosura,
como del campo la primera mañana
que en nuestra infancia pura.
Con el alba lozana,
se muestra tan risueña y tan galana.
 
Y los himnos suaves
que gozosos cantaban mis hermanos,
al compás de las aves,
por los floridos llanos,
en honor de tus rasgos soberanos.
 
Y por eso a tu planta,
sin poder exhalar palabra alguna
mi anudada garganta,
quedé, como en la cuna
el niño embelesado al ver la luna.
 
Y nunca mi cariño
te pudiera expresar con un acento,
si, cual la madre al niño,
no me enseñara atento
tu labio a traducir mi pensamiento.
 
Tú al canto del Petrarca
y del Tasso a los épicos sonidos,
en la bella comarca
los muy blandos oídos
tienes acostumbrados y entendidos.
 
Yo no sé hacer canciones
que el genio inspira, que el talento ordena,
mas, ¡ah! los corazones
que el entusiasmo llena,
tienen de gratitud fecunda vena.
 
De un alma agradecida
comprende el amoroso sentimiento,
sin arte y sin medida,
que el agradecimiento
es, Señora, virtud, mas no talento.
 
Mejor sé verter llanto
estrechando tus manos contra el pecho,
que encerrar en mi canto,
con un límite estrecho,
la gratitud que Dios tan grande ha hecho.
 
Al decir que te ama
el corazón, Señora, no se inquieta
por la Apolínea llama
que, al numen no sujeta,
prefiero ser mujer a ser poeta.
 
No puedo consagrarte
rico poema do tu augusto nombre
con perfección del arte
al universo asombre,
que los épicos cantos son del hombre.
 
Mas ruego cada día
en piadosa oración, que es más sonora,
a la Virgen María,
que te sea, Señora,
como eres tú, mi augusta protectora.
 
Madrid, 1852

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