¿Cómo no sumergirse en el remanso
inabarcable de tus pies desnudos
si tienen el aroma de melones tardíos?
Llamaron al teléfono
en hora intempestiva.
Y como te conozco
y te sé y te adoro
y poseo el dominio
de todos tus registros,
le respondí a esa estúpida
y enclenque vocecilla:
ni esta noche ni nunca.
De rosas nunca vestiré tu cuerpo
ni el dulce mosto volverá a mis labios.
Si granjearme supe vuestras dádivas,
llorad conmigo, pues Lavinio ha muerto.
Ligera y más esbelta
que la delgada caña del aliste,
guardé en un relicario
una hebra de tu cuerpo.
Después de muchos años,
al hostigarle un día los rebeldes ingletes,
libre quedó por fin del leve biselillo
que la tuvo cautiva.
Y me reconoció como a su dueño,
corriendo hacia mis labios.
La azucenas me recuerdan —¡lástima
que carezcan de aroma!—
lo robusto y oscuro de tus brazos.
Salve, Regina (escúchame,
necesito de nuevo
abrazarte esta noche),
Mater misericordiae
(detrás del cobertizo
del campo de deportes),
vita, dulcedo (cállate,
no te inmutes y canta:
nos está vigilando el Padre Errandonea).
Claudiquemos, duquesa.
Nos están engañando,
nos desprestigian soberanamente.
No nos queda otra opción que el adulterio.
Huyendo de Sodoma
en un tren detestable,
le susurré a Descartes –que venía conmigo–
que el mejor de los métodos
era el uso obsesivo de la andrómina.