Saint-Léonard, 1990
La presencia del poeta, del creador occidental en Oriente, no puede evaluarse, como se ha hecho con excesiva frecuencia, por su adhesión a una religión—casi siempre brahamanismo edulcorado, presentado en su «traducción» occidental o en su versión más neurótica y cristianizada—, por su reverencia a una moral—casi siempre budismo, pero asimilado a lo que es precisamente su negación o su paradoja más flagrante: a una religión—, o por la persistencia oriental de sus evocaciones, vecinas, al menos en el siglo xix, de lo más ornamental, de la pura voluta o la puerta de arco peraltado.
No: esa presencia no tiene otra mesura que el resurgimiento y la continuidad, en su obra, de lo que yo llamaría, a falta de otros términos, el pensamiento asiático, un pensamiento que no es sólo el desfile de conceptos, una teoría de silogismos nítidos como paisajes clásicos, sino también, y sobre todo: un estilo.
Todo, en ese estilo, es decir, en esa escritura eminentemente asiática de Octavio Paz—que data de antes de su presencia en Oriente—es atenuado, sensual, presentado no como una realidad sino como un reflejo, sugerido, descubierto por sorpresa o por antinomia, pulido, horizontal, aclarado por la luz del crepúsculo, curvo. Un cuerpo des-nudo, femenino, invitando al tacto, a veces nacarado. Un cuerpo.
Ni afirmaciones lapidarias, ni categorías establecidas en el discurso del terror—Paz mantuvo siempre una distancia crítica con respecto a las ideologías intimidantes de la última década—, ni amenaza, a quien disienta, de expulsiones, de castigos. Todo el pensamiento de Paz va desfilando en calma, con un encadenamiento invisible, sin contradicciones, sin ortogonales hirientes, sin aristas afiladas, sin rupturas. A veces las afirmaciones, como si practicara una cortesía dinástica con el interlocutor, van seguidas de su propio cuestionamiento, de la elegancia de una vacilación, de una duda.
Se trata, en los libros críticos de Paz, en su teoría sobre una precisa obra de arte, pero sobre todo en su pertinente reflexión política, de no crear una maquinaria estratégica, que a fuerza de aseveraciones y de citas—como ocurrió con los epígonos franceses del marxismo—ahogue al lector; se trata también de no utilizar la argucia o el ingenio gracianesco con el simple propósito de convencer, de interpelar, de servir a una función de proselitismo. No: se trata, siempre siguiendo la sugestión—y no las leyes—del pensamiento asiático, de mostrar al lector una ilusión; la ilusión en que se encontraba al creer que la obra de Duchamp era una pura emanación de la tradición occidental; que lo inacabado, lo incompleto era fruto de la imperfección; o que el castrismo—para apelar a un ejemplo más inmediato y urgente—era un nuevo humanismo, una invención americana, una libertad o una democracia.
Así, el pensamiento asiático de Paz se articula del modo más íntimo, con el verdadero budismo: no predicar, no enseñar, no argumentar; mostrar—con la ayuda, si es preciso, del silencio—el rostro de maya, señalar el poder, hasta entonces solapado o invisible, de una ilusión.
Más: para que el develamiento de la ilusión alcance su máximo de intensidad, para que resplandezca la aleteia, es necesario que lo ilusorio sea descubierto precisamente en ese lugar conceptual en que las certezas parecían más firmes, en que la simulación parecía lo más natural y las demostraciones parecían provistas de una lógica imperturbable, allant de soi. Paz trae, por ejemplo, al sitio mismo de la deducción occidental, es decir a la exégesis sobre la Novia desnudada por sus Solteros, de Marcel Duchamp, el núcleo mismo, la sílaba-germen del Oriente, desmontando así la mecánica—el Gran Vidrio la contiene y proyecta—misma de lo evidente, desnudando la apariencia.
Me explico: todo nos condena, en este fin de milenio cristiano, a ver en esa novia a una virgen. Una virgen que, obedeciendo a un ciclo animal, más que humano, recibe, filtrados por una máquina imaginaria, invertidos, los efluvios que ella misma proyecta. Poco importa la realidad de los machos deseantes: ella engendra el deseo que la desea.
Hay quien va más lejos, o al menos por otro camino: se trata de una simple alegoría de la castración—es muy fácil repertoriar los índices iconográficos de ello en el Gran Vidrio—, o del onanismo—los machos, recluidos en su mundo de charros, o en su «infierno monótono y chabacano según lo declaran las letanías del Carrito», nunca tienen una verdadera relación con la novia y sólo acceden a su proyección deseante—, o de la imposibilidad de toda relación humana, sexual o no, real. O de toda comunicación con el Otro. No hay más que masturbación porque no hay posible diálogo que restablezca la Alteridad.
Octavio Paz, al subvertir esta exégesis, al introducir en esta obra, cenit de la tradición perspectiva occidental, desde Giotto hasta Picasso, el centro mismo del Oriente, realiza un gesto que no vacilo en calificar de propiamente revolucionario. Y ello sin acudir a la violencia crítica. El pensamiento asiático devela: todo es la traducción de otro mito.
Recuerdo, fue cerca de Benarés, venían por el camino dos adolescentes desnudos, el cuerpo enteramente cubierto de ceniza. Vivían de limosnas, en ese país en que nadie puede dar. Los llamaban saddhus, que podía asimilarse a monjes peregrinos. Estos son los cuerpos sobre los que danza la diosa doble, Kali, esgrimiendo atributos que giran, casi independientes de sus múltiples brazos, frenéticos y crueles—como también giran y con la misma crueldad, los instrumentos de la pasión, en el fresco de Fra Angélico—: espada, tijera, flor, pozuelo. Pero el suelo humano sobre el que danza la diosa feroz no es sólo una pareja de monjes peregrinos. Son también—vuelve Paz a Duchamp—el esposo de Kali, Shiva, en una de sus versiones.
Estamos, pues, si así puede decirse, en pleno espesor del Vidrio. Y sabemos, por el propio Duchamp, que este espesor puede contener más de lo que parece: por ejemplo, una proyección secreta de la cuarta dimensión. La novia, como demuestra Paz, es una representación o una metáfora de Kali, la cual es, a su vez, una manifestación de Shiva. Ahora todo puede ser leído sin residuos, interpretado en su literalidad: apariencia desnuda. La novia-Kali es el mundo tal y como aparece: una representación o una proliferación de fenómenos desprovistos de toda realidad. Pero también una fuerza con frecuencia, casi siempre, ciega, destructiva, de inmolación. Y cuando no: una paciencia materna. Una alabanza del cosmos que puede llegar al éxtasis.
También puede suceder—aunque aún no ha sucedido en el Gran Vidrio que, como es conocido, ya ha cambiado debido a las rupturas y que, lo afirmo, cambiará de nuevo en el próximo milenio—que la Diosa, en su furia sangrienta, se autoinmole, se decapite a sí misma, mítico escorpión.
Kali y la novia, muestra Paz, son una emanación, una representación. Pero el mundo real es una representación al cuadrado, algo simulado, una apariencia o una escena en la que, de más está decirlo, ha llegado a su grado cero el índice de la realidad. Comprenderlo, como lo ha hecho Paz a través de este análisis, significa salir de esa ilusión, despertar. Queda una pregunta: ¿a qué vigilia?
Queda otra más, y quizás más radical: si Kali y la novia son una proyección en el mundo de los fenómenos, pueden ser asimiladas—lo son, por cierto, en la tradición hindú—al origen del universo. Pero ¿quién proyecta estas sombras, quién genera las imágenes, quién estructura la ilusión? ¿Otros dioses mayores? ¿La nada? ¿Un silencio insoportable: lo no manifiesto que cesa su retracción del ser?
Debo a Octavio Paz el regalo más extraordinario que alguien puede hacer: la India. Sin sus palabras y sin sus textos quizás nunca hubiera ido. O hubiera ido como va todo el mundo: atento a lo más exterior. Ya que la India no es sólo un continente, es también un enigma, a veces un acertijo, un constante desafío a la percepción—y a la vida—cuya solución se presenta al «bárbaro en el Asia», como una urgencia.
En París, creo que trabajaba por entonces sobre Duchamp, Paz me habló de la Diosa, incluso de una de sus metáforas vivas, que por entonces recorría la India distribuyendo naranjas y adjetivos.
Recordé sus palabras en Calcuta. El calor era inhumano, algo viscoso y somnoliento que se pegaba a la ropa, a la piel, que lo inundaba todo con un vaho mórbido, letal como el aliento de un perro enfermo. Era tarde en la noche. No: temprano en la mañana. Deambulábamos por las calles atestadas que no van a ningún lugar, entre la muchedumbre, en ese letargo ensordecedor que no tiene comienzo ni fin.
Escuchamos los rezos, las plegarias gritadas, el alboroto. Unos pasos más, detrás de un baniano de raíces colosales, cuya sombra protegía a varias casas y a varios eremitas en sus ramas, y nos encontramos atrapados en la multitud compacta de los orantes, en un patio encharcado donde se agitaban como en trance, ofreciendo cinabrio y monedas mohosas, degollando corderos cuyos coágulos ya habían manchado las piedras del suelo y cuya sangre fresca salpicaba, como una lluvia sagrada, el rostro sediento de los fieles.
Era Kali, la protectora de la ciudad, que sólo apacigua la sangre.
Roland Barthes se preguntaba: «¿Dónde está el Oriente?». Es decir, cuál es ese sitio simbólico que suscita un pensamiento oriental, un estilo. Me preguntaría, a mi vez, cuál es el «Asia» del pensamiento asiático de Paz, ya que esta Diosa sangrienta de Calcuta me hizo pensar irresistiblemente en la Otra: la que en la cúspide de la pirámide sagrada auspiciaba los sacrificios para que el tiempo no se detuviera, en el antiguo México.
Como la imagen de los saddhus, o la de Shiva, de pronto el Asia de Paz se desdobló, proyectó su reflejo. Las dos escenas comunican. Octavio Paz conoce el pasadizo secreto.
Su palabra elucida y une las dos laderas.