¿Por qué el Oriente, en tus libros? La pregunta cae, metalizada en el auricular, como una moneda que rebota en la obscuridad y sigue, en el embaldosado, la diagonal del alfil.
La pregunta vuelve por la noche, reiterada y pinzolesca, con un brillo cobrizo.
Primera respuesta: por motivos sexuales. En Cobra, la oposición de los sexos no podía terminar más que en un sitio donde, por definición, quedan abolidas todas las oposiciones: en el budismo.
De allí, el final del libro, el Diario Indio, donde los personajes, ya reunidos con ellos mismos, recorren la India, una India que es a la vez el país real, el continente inmenso; lleno de colores, de frutas, de trajes rotos y dorados, y un continente simbólico, el de la fusión de los opuestos en el mito.
Van ascendiendo, desde el sur, Madrás y Ceilán, hacia las fuentes del Ganges, y más allá, hacia el Techo del Mundo, en el antiguo Tíbet, donde sólo escuchan el silencio de los pájaros sobre la nieve eterna, el rumor, en la tarde, de los molinos de plegaria.
Todo se va disolviendo, anulando, silenciando: como la contradicción de los sexos en Cobra; como la oposición del Oriente con el Occidente; del pecado y la gracia; del yin—recepción y negatividad—y el yang—energía activa.
En Maitreya la acción de la novela empieza donde termina la precedente, en las montañas del Tíbet. Una lama muere en el monasterio desde el que ya se oyen los disparos de los fusiles chinos. En la hora final, el maestro predice que nacerá, en su próxima encarnación, junto a las geometrías de un mandala, que se desmoronan devoradas por dos tipos de hongos, cerca de un arroyuelo. Los demás monjes queman el cadáver, en un rito funerario puntual y complicado, y huyen del país, hacia la India. Allí encuentran un niño a quien cuidan dos chinas, las hermanas Leng, cuya descripción corresponde con las profecías. Se junta al grupo una sobrina de las viejas, Iluminada Leng, que se dedica a tarifar por las aceras lo que el destierro y un mes entre las lechugas podridas en los mercados flotantes de Hong Kong le habían enseñado a no prodigar por un quítate esta paja. Iluminada y su nuevo consorte, el Dulce, se van, al darse cuenta de la quiebra del charranes tatuados y sudorosos, que se afrontan en una tarima, en un timbiriche perdido en la jungla, nada más que para excitar la gula de los viejancos embebidos y cachondos que ya entrada la noche carenan en el local. Un oriente paródico, de trapo.
Pero quizás esté presente también el Oriente en la iconografía, si así puede decirse, de Colibrí. Todo está marcado por un cuadro: La jungla, de Wifredo Lam, cubano que tuvo la suerte de aunar en su cuerpo las tres culturas, las tres etnias de lo nacional: españoles, africanos y chinos. En su trazo, en la velocidad con que marca la tela, como en una seda china un cerezo de invierno, está presente la delicadeza de los Song del sur.
Hasta aquí, pues, el Oriente en mis libros, sobre todo en Cobra, Maitreya y Colibrí. Hombre, el otro oriente, el de Santiago de Cuba, esa «policromada estampa criolla que derrite el sol», como decía el gran Benny Moré, también está presente, en mis libros y en todo lo que hago. Pero es tan evidente que no merece mayor elucidación.
1991