Severo Sarduy

En su centro

No abandone tan pronto, señor lector, la lectura de este artículo cuando le advierta que voy hablar de Martí. No mueva las manos nerviosamente. Yo lo comprendo: también he padecido por interminables las arengas de los políticos. Las clases de los profesores de Historia de segunda mano, la columna del articulista de moda, los juegos florales, los horribles niños memorizadores de pensamientos y versos sencillos. Todo esto para convertir en monstruosa la figura de Martí.

Pongamos, sin embargo, las cosas en su sitio. Hace unos pocos días, hablar en Cuba de Martí era un chantaje, una broma del peor gusto. No llevo mucho más de siete años de ejercicio literario, esto quiere decir que he hablado muy poco de Martí. Me explico: encontraba ridículo que se mencionara al Apóstol en circunstancias idénticas a aquellas contra las cuales él entregó su vida.

Pero no cerréis los ojos ni os echéis a dormir con motivo de la palabra de Martí. Sé que hay enormes biografías al respecto, grandes ensayos escritos por profesores, pero Martí como actitud humana, como esfuerzo y descubrimiento, ha permanecido muy lejos de todo ese palabreo, de ese tam-tam verbal que nada tiene que ver con la realidad.

Martí como hombre es un logro del talento y la dignidad; como poeta, es una realización aun mayor. No exactamente por la obra escrita que tiene que ser muy discutida, sino por la poderosa del ser humano que de ella se deriva. Los poetas lamentan a veces que la obra no escrita por Martí, la obra perdida a la luz de la muerte, pudo haber sido más decisiva. Yo no lo veo así. La obra escrita es poderosa en tanto que aviso y promisión de una realidad más absoluta. De ahí el oscuro, creado por la poesía en su propia búsqueda. El verdadero oscuro, ajeno al hermetismo que precede toda gran iluminación. Hay otro gran logro: el poeta, considerado hasta entonces como un ser débil, desamparado, ajeno al mundo de su torre de marfil, demuestra en Martí que la poesía, precisamente por estar situada en un plano de la aparente realidad, puede influir decisivamente sobre ésta y transformarla. Un poeta, un verdadero poeta es sólo capaz de transformar radicalmente, profundamente. Un simple cambio de apariencia, de exterior, es relativamente fácil.

Es por eso que ahora, a sólo unos días del triunfo de la más limpia de las revoluciones, cuando una transformación de orden interno debe necesariamente comenzar esa es la verdadera revolución, debemos escuchar atentamente el mensaje del más grande maestro de América.

Las emisoras del nuevo gobierno, para entrar en proposiciones concretas, deben dedicar horas a la difusión de las obras de Martí; los nuevos periódicos deben tener una sección fija al respecto, los nuevos teatros esta vez mejor orientados para no chantajear al pueblo con malas obras de vaudeville y peores actrices recién recomendadas deben montar en escena la obra de Martí.

Hablemos ahora por primera vez. Escuchemos sin complejos la palabra del Apóstol. No con fórmulas exteriores, no con cátedras de literatura mala, no con pensamientos de Martí puestos en vidriera para cada liquidación, no repitiendo palabras.

No abandonemos, por eso, los artículos martianos. No movamos más las manos nerviosamente. Escuchemos al resucitado que pide la palabra, al poeta, al gran poeta que aparece en su centro, su centro, en su luminoso centro.

Tomado de “Nueva Generación”, ‘Revolución’, año 2, n. 46, La Habana, 28 de enero, 1959, p. 13.

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