La transparente luz del mediodía
filtraba por los bordes paralelos
de la ventana, y el contorno de los
frutos –o el de tu piel– resplandecía.
El sopor de la siesta: lejanía
de la isla. En el cambiante cielo
crepuscular, o en el opaco velo
ante el rojo y naranja aparecía
otro fulgor, otro fulgor. Dormía
en una casa litoral y pobre:
en el aire las lámparas de cobre
trazaban lentas espirales sobre
el blanco mantel, sombra que urdía
el teorema de la otra geometría.