Un perfil sobre Juan Daniel
—Es como si hubiera un manual de instrucciones que dijera cómo hablarles a las personas y todo el mundo tuviera una copia excepto yo porque, en mi caso, no es que lo haya extraviado, sino que me deshice de él—menciona Juan Daniel cabizbajo mientras seguimos caminando por las calles de Popayán, en el viaje de práctica que nos llevó a esta ciudad a 15 horas de Ibagué.
Cuando Juan Daniel era pequeño, se enfrentó directamente con la conciencia de saberse imperfecto ante las burlas de sus compañeros, que sin reparo lo molestaban por su peso. Aquella experiencia a sus ocho años hizo que le pidiera a su madre un cambio de escuela, pero San Luis-Tolima, no tenía más opciones.
Así, su vida tomó un giro copernicano: de vivir en el pueblo con su madre y su padre, pasó a vivir en la vereda Guacimito junto con un tío y su abuelita. La vida en el campo podría ser aburrida o representar un reto para cualquiera, pero no para Juan Daniel.
—Allí disfrutaba de la compañía de los animales que criábamos como gallinas, vacas y perros—comenta, recordando con nostalgia sus días en la finca. Al cambiar de residencia, también cambió de escuela y comenzó a estudiar en la Institución Educativa Técnica Comercial “San Juan Bosco”, donde completó sus estudios de primaria, secundaria y educación media.
— En Guacimito, adopté nuevos hábitos: recogía y empacaba limón y mango, sembraba y recolectaba maíz y ajonjolí, traía y partía la leña, y también cuidaba el ganado. Estas actividades las realizaba por la tarde o cuando no había clases, y los fines de semana iba al pueblo a hacer consultas académicas o compras para la despensa.
En el pueblo, Juan Daniel ayudaba a su madre en la tienda familiar llamada “Los Pomarrosos”. Allí atendía a los clientes de vez en cuando, y las habilidades de comercio y responsabilidad laboral se mantienen con él hasta ahora. En Guacimito, tiempo después, empezó a acompañar a su tío al Guamo para vender limón y sentirse como alguien útil que aportaba algo al hogar que lo había acogido cuando se sintió vulnerable. Desde muy joven, tuvo que ver por sí mismo. Y aunque siempre se le dificultó el trato con las personas, se sentía feliz entre las gallinas, a quienes les gustaba alimentar con el maíz que recolectaba.
En contraste a la figura del comerciante hábil, conversador y sagaz, Juan Daniel es el retrato de un tímido sujeto que se construye a sí mismo ladrillo por ladrillo para sostenerse en un mundo que no lo comprende y que él tampoco alcanza a comprender. Se siente fuera de aquel espacio en el que todos parecen estar inmersos y, sin embargo, resalta, ya sea por su particular forma de caminar con pasos largos y seguros o por lo tupido de su maletín cuando no ha sacado las chazas, tal vez por el rostro cansado pero alegre tras terminar sus turnos en el restaurante y correr a las clases a las que rara vez falta. Ninguna dificultad parece someterlo lo suficiente como para hacerlo enojar.
—¿Alguna vez te has enojado, Juan Daniel? Creo que no es posible estar contento todo el tiempo.
—No, mano, yo no me enojo.
—¿Nunca?
—Pues de pronto a veces, pero no con los otros...—Dice de forma reflexiva—. Me molesto conmigo mismo por dejarme hacer sentir así. Por eso prefiero no enojarme para estar tranquilo. Cuando tenía ocho años, perseguí a unos niños por toda la escuela muy enojado, los golpeé y luego se encerraron en un salón. Tenía ante mí dos sentimientos dolorosos: rabia hacia ellos y la impotencia sobre mí mismo por ser demasiado obediente como para entrar a un salón que no era el mío. Me gusta evitar esas emociones y mantenerme tranquilo. Quizás muchos piensan que soy conformista o un tonto, pero yo también lo he pensado y creo que conozco más de mí de lo que ellos conocen sobre sí mismos—cierra Daniel con un tono nostálgico.
Juan Daniel estudia Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana en la Universidad del Tolima en Ibagué. Actualmente está en octavo semestre, vive con una pareja de ancianos que son sus tíos. Económicamente se sostiene solo, y para ello tiene dos empleos: uno como asistente administrativo del restaurante universitario y otro, un emprendimiento suyo en el que vende chicles, dulces, galletas, cigarrillos y otras cosas. Usualmente, los forasteros que estudian en la universidad viven cerca, en una habitación o con un familiar amable que cuida de ellos mientras reciben algún tipo de apoyo económico. Daniel no se lleva muy bien con la pareja de ancianos, vive lejos de la universidad en el barrio La Gaviota y no recibe apoyo económico de nadie. Es un sujeto resiliente.
—Trato de corresponder con los demás. Si bien soy alguien rezagado en todo aspecto social, no me parece que deba comportarme como un lastre o un patán, así que intento ser acomedido en la medida de lo posible. No me he cambiado de casa a pesar de que no me siento cómodo viviendo en compañía porque el aporte que le doy a mi tía es siempre considerable. Siendo parte del restaurante de la universidad, puedo llevar la cena que nos dan para que la compartan. En ese lugar no suelo cenar, tampoco me parece correcto desaprovechar los beneficios que nos brindan por conformar las asistencias administrativas, así que los reclamo y los comparto con ellos.
Los pies son los pilares del cuerpo y para Daniel la herramienta de su mayor felicidad. Ante un entorno complicado y una ciudad en la que todo transcurre tan rápido, se toma el tiempo de caminar todos los días desde su casa en La Gaviota hasta la universidad. Asimismo, camina hasta el colegio en el que le corresponden las prácticas pedagógicas. La caminata dura aproximadamente una hora; el sol de la mañana y el peso de las chazas en su bolso no son nada para él. En Guacimito caminaba cuatro horas para ir y volver de la escuela y caminaba mucho más cuando iba hasta el pueblo.
—Caminar me resulta muy relajante. A menudo, mis compañeros me preguntan por qué prefiero caminar. Mis respuestas son sencillas: ¡Qué chimba caminar!, es un buen ejercicio y así me ahorro lo de la buseta—dice con una sonrisa tranquila— Ellos se sorprenden porque prefiero ir a cualquier lugar a pie. Incluso, si empieza a llover, simplemente saco mi sombrilla, me quito las gafas y sigo caminando. Caminar me brinda un espacio personal que no comparto con nadie. Es mi momento de verdadera privacidad donde puedo reflexionar y hacer una introspección profunda—concluye con una expresión serena.
Ver la vida desde la calma y la tranquilidad lo convierte en una de las pocas personas que no paga un bus.
—En el campo, caminar era diferente. Nos la pasábamos revisando la limonera, buscando las vacas o las gallinas, y caminar era nuestro medio predilecto de transporte. Caminar entre los cultivos, por la ladera, por la quebrada o por las carreteras destapadas daba cierta sensación de serenidad y hasta de misticismo.
Lamenta no poder caminar en las noches a casa. Lo hizo por un tiempo cuando era nuevo en la ciudad hasta que, cerca de casa, lo robaron y desde esa vez intenta ser más precavido.
—En ese tiempo todavía no sabía llegar bien a la casa. Me metí por la cuadra que no era y un tipo empezó a decirme que yo no era de ahí, que seguro era de los de la primera. No entendí a qué se refería, luego sacó un puñal y me robó el celular. Aunque parezca raro, luego de eso le dije al ladrón que estaba perdido y que intentaba encontrar mi dirección. Después de tratarme mal y robarme el teléfono, se comportó amable y me indicó cómo llegar a mi casa. Ahora me río, pero ese día estuve muy asustado.
Los lentes gruesos y rectangulares cubren sus ojos marcados por las ojeras del cansancio. El cabello corto al estilo militar refleja la indiferencia ante las apariencias. Las camisas casuales con cuadros o rayas denotan un intento de ser formal, los jeans sencillos no dicen mucho y sus zapatos son propios de alguien cuya afición es caminar. Su cara es redonda y siempre tiene en ella una sonrisa que parece disimular un sentimiento íntimo que se reserva para él. Sus brazos anchos y regordetes suelen estar cruzados, ya sea para cerrarse a los otros o para mostrarse atento y seguro. Siempre mantiene la cabeza en alto y cuando habla en ocasiones levanta su dedo índice para ser más enfático en las palabras. Suele usar la palabra “mano” de manera muy cordial; es amable con todos y por eso algunas personas piensan que pueden aprovecharse. Pero ignoran que a él no le interesa si se aprovechan o propasan; a Daniel solo le importa ser.
Cuando está vendiendo, se sienta en el parque Ducuara o en las escaleras del restaurante universitario, siempre solo, hasta que alguno de sus tantos conocidos se sienta a acompañarle creyendo que necesita compañía. Aunque él no se piensa como alguien singular y siente que su presencia puede desaparecer sin que nadie lo note, ya tiene varios clientes fijos y su singularidad basada en lo común lo hace resaltar inevitablemente. A Daniel le gusta estar solo y cree que si desaparece nadie lo notaría. Y pese a que hay muchos forasteros con chazas y que trabajan en el restaurante, él es la representación de los sujetos enajenados que no necesitan imponerse ante el mundo de manera estrepitosa, sino que al transitar en él dejan huella, a veces sin darse cuenta.
Mientras seguimos caminando por las calles de Popayán, Juan Daniel se detiene por un momento frente a una pequeña tienda de dulces, observando los colores brillantes de los caramelos exhibidos. Se detiene, me invita a compartir un café y un pastel de limón, y por un instante, parece perderse en sus pensamientos.
—¿Sabes?—dice finalmente, con una sonrisa melancólica—, a veces, cuando caminaba de la finca al colegio de Guacimito, me preguntaba si algún día encontraría mi lugar en el mundo. No sé si lo he encontrado todavía, pero he aprendido a estar en paz con eso. Me gusta caminar porque me recuerda lo lejos que he llegado, y aunque el camino no siempre ha sido fácil, cada paso ha valido la pena.
La caminata continúa, y a medida que avanzamos, veo en Juan Daniel no solo a joven que enfrenta desafíos, sino a uno que ha encontrado su propia manera de navegar el mundo, un paso a la vez, con un espíritu hasta ahora inquebrantable.
Y así, con la misma determinación con la que comenzó la jornada, seguimos caminando por las calles de Popayán, sabiendo que el viaje de Juan Daniel está lejos de terminar, Mientras nos preparamos para regresar a Ibagué.