Sara Clavijo

El descenso

La pluma es un testigo fiel de la palabra, una expresión de nuestras perversiones internas. Se dice que el que a hierro mata a hierro muere, tú pluma sirvió de ejecutor de un hombre bueno, deseoso de sobrevivir al dolor del corazón. Negaste a otro la dicha de resurgir ante el desasosiego, lo convertiste en algo mas bajo que un suicida forzado. Porque en el fondo sabías que un hombre como él, era un hombre como tú. Ser de ficción, Sometido a la voluntad de otro superior.

Cuando Miguel de Unamuno exhaló su último pensamiento en la tierra, su espíritu se entrelazó con un humo espeso, que parecía ser su propia obra. Caminó, titubeante y a tropezones, hacia una luz opaca que apenas iluminaba sus ojos con destellos brillantes. Pensó en todos los mitos que se cuentan sobre la muerte, pensó en la luz al final del túnel. Pero lo que encontró no fue el descanso eterno, sino el portón de bronce del Infierno, lo reconoció al leer la inscripción de Dante que le erizó el alma:
“Abandonad toda esperanza, los que entráis aquí.”
Un ser alado, de ojos llameantes y rostro velado, le interceptó en el umbral.—Miguel de Unamuno—anunció con voz resonante—, has sido juzgado. No por tus dudas ni tus blasfemias, sino por haber tomado el lugar de Dios en tu creación. A Augusto lo condenaste al limbo del olvido, por un capricho cruel, en el infierno tampoco hay límites. Ahora, sufrirás la misma suerte.
Unamuno quiso replicar, pero sus palabras antes loables y elocuentes se negaban a salir, sus manos hacían ademanes que indicaban un intento por decir, pero el infierno lo había enmudecido, la desesperación permitió uno o dos sonidos sin sentido que estrellaron contra el eco de su propia culpa. Incapaz de defenderse no tuvo más juicio que el peso de sus actos, fue arrojado al octavo circulo, Malebolge, el de los fraudulentos. Allí, compartía nicho con los suyos, traidores y abusadores, de confianza y de poder.
Fue conducido al décimo foso, entre los falsarios. Pero su castigo no era el de los alquimistas ni los falsificadores de monedas. No, lo suyo era un tormento único propio de alguien que no actúa en nombre de Dios, sino que lo hace como uno. La criatura alada lo arrojó fuertemente ante una vasta biblioteca de piedra, donde cada tomo contenía historias que él había empezado, pero jamás terminado,—aquí tienes una visión de tus fracasos—. Cada página tenía un relato que se deshacía entre sus manos antes de alcanzar el clímax. Y entre las sombras de los estantes caminaban sus personajes olvidados, cada uno con el rostro de Augusto Pérez, mirándole con ojos llenos de reproche.
—¿Por qué, Miguel?—le preguntaban una y otra vez en retumbante eco del lugar, con la voz que su cabeza imaginó alguna vez para Augusto Pérez—. ¿Por qué me arrebataste mi destino?
Una criatura apareció y le tomó las manos, vio los dedos del escritor y pensó para si mismo que tales manos eran invaluables mas que la voz, o los ojos. Supo así que no bastaba con libros incompletos o recuerdos de sus fracasos, tenía que arrebatarle la posibilidad de pasar las hojas, de escribir en el viento, de contar los días. abrió su mandíbula y clavo sus colmillos primero en el pulgar de su mano derecha, para arrebatarle su humanidad, luego su dedo meñique, para dejar su mano como la de las bestias, su dedo medio lo arrancó por placer de ver a esa criatura deshumanizada corroerse en un dolor que no podía expresar. El demonio empezó a reírse de aquel silencio mientras su boca sangrante masticaba la carne para luego escupirla,—“Oh, no, es la fatalidad, no es más que la fatalidad; somos juguete de ella. ¡Es una desgracia!”—. vociferaba burlonamente, palabras que resonaban en la memoria confundida de Unamuno,—¿Dónde había escuchado eso antes?—. Todas las cosas le parecían cada vez menos claras.

El ente sin dedos en que se había convertido intentaba responder, pero las palabras se le ahogaban en la garganta. Allí, en esa eternidad de incompletitud, cada idea que nacía en su mente se escapaba como agua entre sus manos, si es que los vestigios que le quedaban podían llamarse de tal modo. La bruma de sus pensamientos lo envolvía, convirtiéndose en cadenas que lo arrastraban de derecha a izquierda, sin más camino que el que le ordenaba un perro que lo conducía cada vez más y más profundo. Aquel que una vez fue un genio era ahora menos que un arlequín.
En el centro de su tormento, un libro brillaba con luz propia: Niebla. Intentó abrirlo, pero las páginas estaban en blanco. Solo en el fondo de la portada había una inscripción que se burlaba de él:
“Miguel, quien crea para destruir, será el primero en ser olvidado.”

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