Sandra Chapado García

SÉPTIMA PARANOIA

Iba por Federico Anaya en la acera de enfrente de lo que era antes el kiosco del Tívoli, montada en mi bicicleta y con la vela cayéndoseme. Hacía frío y tenía mocos. Me los iba quitando con los dedos, cuando, de repente, veo ante mí a un par de chavales que me estaban mirando. Me dirigí a ellos y les dije con voz de yonki y en tono de broma: “no tendréis un pañuelito por ahí?”. El chaval empezó a reírse y se dio la vuelta muerto de risa. En ese momento, me di cuenta de que era facha (tenía el pelo mitad rapao, mitad con pelo. El look típico de los fachas, de los neonazis). Y entre risas le dije: “no, mejor no me lo des. Es igual”. Uno de los que estaba con él se me quedó mirando y se que le parecía maja aún siendo roja. Miré al frente y vi que venía otro grupo de fachas maduros que empezaron a descojonarse a carcajada limpia conmigo, pero yo les quise dar a entender con mi mirada y mi gesto de la cara que no hacía falta que se rieran conmigo, que los chavales fachas se lo podían tomar a mal, como una traición a su colectivo. Pensaba que solo nos teníamos que reír con los de nuestro bando, no con nuestros enemigos. Pero, al mismo tiempo, no pude evitar pensar que al fin y al cabo todos somos personas antes que rojos o fachas, y que también había fachas majos como acababa de comprobar. No obstante, pronto se borró esa idea de mi cabeza. Mi odio hacia los fachas era muy grande, y gustaba de increparles por el camino. Así que con esa pensamiento, continué con mi marcha.

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