Salgo de mis pesadillas para entrar en otra. No quiero moverme, ellos me rodearán si notan que desperté; al menos fingiendo sentiré paz por unos segundos. Cierro los ojos, pretendo no advertirlos pero es tarde, ya descubrieron mi farsa. Me levanto ante sus pies, me guían, y empiezo a hacer lo que los felices hacen. Como algo, aunque con basca, solo para hacerle cama a los fármacos, que parece que olvidaron el camino hacia mi cima. Enciendo un cigarrillo con la pericia de quien ha repetido el gesto miles de veces. Lavo mi cara, mis dientes, sin saber exactamente quién podría notarlo y me disfrazo de vivo sin poder esconder el olor a muerto. Deambulo entre sonrientes y serios devolviéndole sin ganas los “buenos días” a aquel transeúnte que cree que siendo amable expiará algún pecado. Lo sé, a él lo acompañan también. Me dispongo a ejecutar mis tareas diarias, mientras me concentro en no colapsar de miedo al notar que de mí no se van a separar. Mecánicamente cumplo, aunque de reojo los veo preguntándome qué más necesitan de un alma que está hueca. Malditos minutos, qué lento se mueven. Ya es hora de volver al lugar donde solo hay recuerdos dolorosos y donde la dicha apareció solo por un instante para que su ausencia sea más destructiva. Ahí donde ellos me abrazan y me estrujan. Al menos no tengo que usar el disfraz. Cigarrillos, agua, el techo... Ni la ducha me refresca y el silencio ruge aprovechando el vacío para atormentarme con su eco. Ellos siguen ahí, con una muesca burlona, diciéndome que me rinda... ¿es que no ven que ya me rendí? ¿es que no notan que ya no tengo lágrimas que soltar? No sé qué más quieren de mí, si todo me lo han quitado. Por fin el reloj me avisa: ya es momento de ingerir aquella píldora roja que los ahuyenta por unas horas. Quizá tomándome varias se larguen para siempre.
Demonios, Martin Ley Ussing