Intocada, esculpida por la mano
de artífice inmortal,
de tus carnes turgentes se desprende
hálito primaveral.
Impoluta mujer de mis pesares,
de tu cuerpo, que es nieve y arrebol,
emana como el ínclito perfume
de afrodisíaca flor.
Absorto en tus suaves morbideces,
he sabido tus combas admirar,
y he puesto la obsesión de mis sentidos
en la vivida mancha de un lunar.
Oh, virgen, pura, nacarina! Todo
tu cuerpo es hostia palpitante y luz,
algo incorrupto que luchando vive
y busca lo que es excelsitud.
Si la maternidad –ábrego impío
que vuelca el cáliz del placer– rozó
enfurecido tu inmarchita carne,
nada de ti agostó.
Porque en lo marmóreo de tus senos,
níveos alcores que la grana ornó,
está erecta la vida que aún es broche
presagiando el portento de la flor.
Las curvas de tus flancos son de lira;
y tu elástico torso de marfil
es como la erosión de un lirio enorme
sobre un golpe de ola en acantil.
La piel que anilla como un beso vivo
el cáliz róseo de tu ombligo no
ha palpado la injuria del combate
que la maternidad libró.
Tu sexo mismo se levanta intacto
con orgullo de ser joya carnal...
Obra maestra que el ultraje salvas,
eres en mis estrofas inmortal!
Intocada, esculpida por la mano
de quien la sacra forma deificó,
la misma vida que humillarte quiso
al violar tu pureza te besó.
Virgen! Sí. La maternidad no pudo
envolverle en su vuelo de huracán:
pasó sobre el blasón de tu belleza
como pasa una nube sobre el mar!