¡Oh! ¡Mis islas amadas, dulce asilo
de mi primera edad!
¡Añosos algarrobos, viejos talas
donde el boyero me enseñó a cantar
¿Por qué os dejé, para encerrar mi vida
en la estrecha ciudad;
para arrojar mi corazón de niño
de las pasiones en el turbio mar?...
Como un cisne posado en las riberas
del ancho Paraná,
así, blanco y risueño, se divisa
a la distancia mi paterno hogar.
En los vastos y abiertos corredores
que grata sombra dan;
en el cuadro de antiguos paraísos
que, destrozados, no florecen ya;
En las barrancas que hacia el puerto ondulan
y avanzan al canal,
do vela el sueño de gloriosos muertos
la solitaria cruz de ñandubay;
En la hondonada que perfuma el molle
y engalana el chañar;
en el arroyo que las toscas baña;
en ese campo que se extiende allá...
Allí está mi pasado, de mi vida
la inocencia y la paz;
allí mi madre me acaricia, niño,
y mis hermanas en redor están.
No bien despunta el sol en el oriente,
tierno beso nos da;
de rodillas, oramos; y, en seguida,
¡puerta franca... la luz, la libertad!
Como bandada de enjaulados pájaros,
por aquí, por allá,
al campo el uno, a la barranca el otro,
nos echábamos todos a volar.
—«Cuidado con los nidos», nos decía
mi madre en el umbral;
pero digan horneros y zorzales
si les valió la maternal piedad.
Lejos ya de su vista, a un algarrobo
trepaba el más audaz,
y con los ojos de mil ansias llenos,
esperaban en grupo los demás.
En el horno de barro, construido
para vivir y amar,
introducía sus rosados dedos
el pequeño aprendiz de gavilán;
Y, del pico o el ala destrozada,
¡Nunca vista crueldad!
Asiendo los polluelos, uno a uno
los arrojaba con desdén triunfal.
Y era entonces de ver el alboroto
y el bullicioso afán,
de aquel enjambre de inocentes niños
que así destruía un inocente hogar.
Otras veces, del río en la corriente,
al cárdeno fulgor
que desde el fondo de la Pampa envía,
en sesgo rayo, el moribundo sol;
En agitado, en revoltoso grupo,
y alegre confusión,
los juncales rozando de la orilla,
con mis hermanas navegaba yo.
Una, los brazos en el agua hundiendo,
tendíase a estribor,
y sonreía a la rizada espuma
que la canoa abandonaba en pos.
Otra, imprudente, a la inclinada borda
lanzándose veloz,
entre sus manos victoriosa alzaba
del camalote la celeste flor.
Esta, la caña de pescar volvía,
enviando en derredor
menudas gotas que al caer brillaban
en los cabellos de las otras dos.
Batiendo luego las rosadas palmas,
reía, porque vio
medrosa hundirse en la corriente un ave
al desusado y repentino son.
Pero si alguna, al levantar los ojos,
mostraba el mirador,
donde mi madre a vigilarnos iba,
gritaban todas a la vez: «¡adiós!»
¡Oh dulces años! Por entonces era
nuestro goce mayor,
hurtar las flores que en las islas abren,
y de sus aves escuchar la voz.
Las pasionarias, las achiras de oro,
y el seíbo punzó,
eran ofrendas que mi madre amaba
porque a sus hijos se las daba Dios.
¡Ingrato, ingrato si el recuerdo suyo
arranco al corazón,
si yendo en pos del oropel mundano
el hombre olvida lo que el niño amó!