«Javier inició el paso. De su tiendecilla de pino cogió un racimo de uvas de la cena y, comiéndoselo, siguió andando entre los troncos. El bosque se había llenado de gente: refugiados de los montes y campos vecinos, hombres viejos con morrales al hombro, caras sin afeitar, gestos de inquietud, de alegría, de cansancio poblaron, al clarear, aquellos árboles y laderas antes tan solitarios y mudos. Aparecieron también algunas mujeres con sus niños. La isla revivía, resucitaba. Sus pescadores, campesinos y salineros brotaban nuevamente no se sabía de dónde: si de las entrañas de la tierra o lo hondo del mar.
—¿Entonces cree usted que a los presos no les ha sucedido nada? —preguntó, dulce y despacioso, un anciano de ojos grises y frente labrantía.
—No. Y vamos ahora mismo a comprobarlo. Los que quieran seguirme, que vengan.
El bosque entero le siguió: jóvenes, viejos, niños y mujeres. Al pisar la arena endurecida de la playa y sentir la humedad de la orilla, se les clareó a todos el corazón, como si el riego de la sangre lo hubiera inundado de súbito. Perseguidos que se guarecían en la torre Salrosa, se incorporaron también, y gente que brotaba de entre los juncos de las dunas, por los ramos de los viñedos.»
(Tomado de «Una historia de Ibiza», en Relatos (1937-1938)
incluido en El poeta en la calle (Obra civil),
edición al cuidado de Aitana Alberti. Madrid: Aguilar, 1978, pág. 526.)