Rafael Alberti

1917

1
 
Mil novecientos diecisiete.
Mi adolescencia: la locura
por una caja de pintura,
un lienzo en blanco, un caballete.
 
Felicidad de mi equipaje
en la mañana impresionista.
Divino gozo, la imprevista
lección abierta del paisaje.
 
Cándidamente complicado
fluye el color de la paleta,
que alumbra al árbol en violeta
y al tronco en sombra de morado.
 
Comas radiantes son las flores,
puntos las hojas, reticentes,
y el agua, discos trasparentes
que juegan todos los colores.
 
El bermellón arde dichoso
por desposar al amarillo
y erguir la torre de ladrillo
bajo un naranja luminoso.
 
El verde cromo empalidece
junto al feliz blanco de plata,
mas ante el sol que lo aquilata
renace y nuevo reverdece.
 
Llueve la luz, y sin aviso
ya es una ninfa fugitiva
que el ojo busca clavar viva
sobre el espacio más preciso.
 
Clarificada azul, la hora
lavadamente se disuelve
en una atmósfera que envuelve,
define el cuadro y lo evapora.
 
Diérame ahora la locura
que en aquel tiempo me tenía,
para pintar la Poesía,
con el pincel de la Pintura.
 
2
 
Y las estatuas. En mi sueño
de adolescente se enarbola
una Afrodita de escayola
desnuda al ala del diseño.
 
¡Inusitada maravilla!
Mi mano y Venus frente a frente
con mi ilusión de adolescente:
un papel y una carbonilla.
 
Ante la forma, era mi estado
de pura gracia y de blancura,
peregrinante a la ventura,
libre, dichoso y maniatado.
 
Incontenible, aunque indecisa,
la línea en curva se dispara
como si un pájaro jugara
con el contorno de la brisa.
 
Cautivo al fin que lo promueve
y al negro albor que lo sombrea,
el claroscuro redondea
la cima exacta del relieve.
 
Y el azabache submarino
ciñe a la hija de la espuma,
fingida en yeso, luz y bruma
de carbón, goma y disfumino.
 
Nada sabía del poema
que ya en mi lápiz apuntaba.
Venus tan sólo dibujaba
mi sueño prístino, suprema.
 
Feliz imagen que en mi vida
dio su más bella luminaria
a esta academia necesaria,
que abre su flor cuando se olvida.
 
3
 
¡El Museo del Prado! ¡Dios mío! Yo tenía
pinares en los ojos y alta mar todavía
con un dolor de playas de amor en un costado,
cuando entré al cielo abierto del Museo del Prado.
 
¡Oh asombro! ¡Quién pensara que los viejos pintores
pintaron la Pintura con tan claros colores;
que de la vida hicieron una ventana abierta,
no una petrificada naturaleza muerta,
y que Venus fue nácar y jazmín trasparente,
no umbría, como yo creyera ingenuamente!
Perdida de los pinos y de la mar, mi mano
tropezaba los pinos y la mar de Tiziano,
claridades corpóreas jamás imaginadas,
por el pincel del viento desnudas y pintadas.
¿Por qué a mi adolescencia las antiguas figuras
le movieron el sueño misteriosas y oscuras?
Yo no sabía entonces que la vida tuviera
Tintoretto (verano), Veronés (primavera),
ni que las rubias Gracias de pecho enamorado
corrieran por las salas del Museo del Prado.
Las sirenas de Rubens, sus ninfas aldeanas
no eran las ruborosas deidades gaditanas
que por mis mares niños e infantiles florestas
nadaban virginales o bailaban honestas.
 
Mis recatados ojos agrestes y marinos
se hundieron en los blancos cuerpos grecolatinos.
Y me bañé de Adonis y Venus juntamente
y del líquido rostro de Narciso en la fuente.
Y –¡oh relámpago súbito!– sentí en la sangre mía
arder los litorales de la mitología,
abriéndome en los dioses que alumbró la Pintura
la Belleza su rosa, su clavel la Hermosura.
 
¡Oh celestial gorjeo! De rodillas, cautivo
del oro más piadoso y añil más pensativo,
caminé las estancias, los alados vergeles
del ángel que a Fra Angélico cortaba los pinceles.
Y comprendí que el alma de la forma era el sueño
de Mantegna, y la gracia, Rafael, y el diseño,
y oí desde tan métricas, armoniosas ventanas
mis andaluzas fuentes de aguas italianas.
 
Transido de aquel alba, de aquellas claridades,
triste «golfo de sombra», violentas oquedades
rasgadas por un óseo fulgor de calavera,
me ataron a los ímprobos tormentos de Ribera.
La miseria, el desgarro, la preñez, la fatiga,
el tracoma harapiento de la España mendiga,
el pincel como escoba, la luz como cuchillo
me azucaró la grácil abeja de Murillo.
De su célica, rústica, hacendosa, cromada
paleta golondrina María Inmaculada,
penetré al castigado fantasmal verdiseco
de la muerte y la vida subterránea del Greco.
Dejaba lo espantoso español más sombrío
por mis ojos la idea lancinante de un río
que clavara nocturno su espada corredora
contra el pecho elevado, naciente de la aurora.
Las cortinas del alba, los pliegues del celaje
colgaban sus clarísimos duros blancos al traje
del llanamente monje que Zurbarán humana
con el mismo fervor que el pan y la manzana.
¡Oh justo azul, oh nieve severa en lejanía,
trasparentada lumbre, de tan ardiente, fría!
La mano se hace brisa, aura sujeta el lino,
céfiro los colores y el pincel aire fino;
aura, céfiro, brisa, aire, y toda la sala
de Velázquez, pintura pintada por un ala.
¡Oh asombro! ¡Quién creyera que hasta los españoles
pintaron en la sombra tan claros arreboles;
que de su más siniestra charca luciferina
Goya sacara a chorros la luz más cristalina!
 
Mis oscuros demonios, mi color del infierno
me los llevó el diablo ratoneril y tierno
del Bosco, con su químico fogón de tentaciones
de aladas lavativas y airados escobones.
Por los senderos corren refranes campesinos.
Patinir azulea su albor sobre los pinos.
Y mientras que la muerte guadaña a la jineta,
Brueghel rige en las nubes su funeral trompeta.
 
El aroma a barnices, a madera encerada,
a ramo de resina fresca recién llorada;
el candor cotidiano de tender los colores
y copiar la paleta de los viejos pintores;
la ilusión de soñarme siquiera un olvidado
Alberti en los rincones del Museo del Prado;
la sorprendente, agónica, desvelada alegría
de buscar la Pintura y hallar la Poesía,
con la pena enterrada de enterrar el dolor
de nacer un poeta por morirse un pintor,
hoy distantes me llevan, y en verso remordido,
a decirte, ¡oh Pintura!, mi amor interrumpido.
Piaciuto o affrontato da...
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