En la estancia cordial, un poco agreste,
que bruñó con amor experta mano,
y a cuya sombra la bondad celeste
fluye en el alimento cotidiano,
alguien con dulces voces nos reclama
y con suaves apremios nos convida:
es la voz familiar, la voz del ama,
serena como el ritmo de la vida.
Fresca leche rebosa en los jarrones
de ancha base y de vientre floreado
–oro y azul de porcelana vieja–
y entre el negro café y el pan dorado
un pez plateado brilla en la bandeja.
Alma, mi alma, antorcha vigilante:
permite al cuerpo, dócil a su instinto,
que en la hora fragante
se nutra en el doméstico recinto,
y mientras toma en la materia oscura
el pan, generador de su energía,
nútrete tú en la paz, en la luz pura,
y alégrate en las cosas humildes, alma mía.