Jorge Luis Borges
No he leído (nadie ha leído) todos los comentarios dantescos, pero sospecho que, en el caso del famoso verso 75 del canto penúltimo del Infierno, han creado un problema que parte de una confusión entre el arte y la realidad. En aquel verso Ugolino de Pisa, tras narrar la muerte de sus hijos en la Prisión del Hambre, dice que el hambre pudo más que el dolor («Poscia, piú che’l dolor, potè il digiuno»)2. De este reproche debo excluir a los comentaristas antiguos, para quienes el verso no es problemático, pues todos interpretan que el dolor no pudo matar a Ugolino, pero sí el hambre. También lo entiende así Geoffrey Chaucer en el tosco resumen del episodio que intercaló en el ciclo de Canterbury.

Reconsideremos la escena. En el fondo glacial del noveno círculo, Ugolino roe infinitamente la nuca de Ruggieri degli Ubaldini y se limpia la boca sanguinaria con el pelo del réprobo. Alza la boca, no la cara, de la feroz comida y cuenta que Ruggieri lo traicionó y lo encarceló con sus hijos. Por la angosta ventana de la celda vio crecer y decrecer muchas lunas, hasta la noche en que soñó que Ruggieri, con hambrientos mastines, daba caza en el flanco de una montaña a un lobo y sus lobeznos, Al alba oye los golpes del martillo que tapia la entrada de la torre. Pasan un día y una noche, en silencio. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; los hijos creen que lo hace por hambre y le ofrecen su carne, que él engendró. Entre el quinto y el sexto día los ve, uno a uno, morir. Después se queda ciego y habla con sus muertos y llora y los palpa en la sombra; después el hambre pudo más que el dolor.

He declarado el sentido que dieron a este paso los primeros comentadores. Así, Rambaldi de Imola en el siglo XIV; «Viene a decir que el hambre rindió a quien tanto dolor no pudo vencer y matar.» Profesan esta opinión entre los modernos Francesco Torraca, Guido Vitali y Tommaso Casini. El primero ve estupor y remordimiento en las palabras de Ugolino; el último agrega: «Intérpretes modernos han fantaseado que Ugolino acabó por alimentarse de la carne de sus hijos, conjetura contraria a la naturaleza y a la historia», y considera inútil la controversia. Benedetto Croce piensa como él y sostiene que de las dos interpretaciones, la más congruente y verosímil es la tradicional. Bianchi, muy razonablemente, glosa; «Otros entienden que Ugolino comió la carne de sus hijos, interpretación improbable pero que no es lícito descartar.» Luigi Pietrobono (sobre cuyo parecer volveré) dice que el verso es deliberadamente misterioso.

Antes de participar, a mi vez, en la inutile controversia, quiero detenerme un instante en el ofrecimiento unánime de los hijos. Éstos ruegan al padre que retome esas carnes que él ha engendrado:
«... tu ne vestisti
queste misere carni, e tu le spoglia»2.
Sospecho que este discurso debe causar una creciente incomodidad en quienes lo admiran. De Sanctis (Storia della Letteratura Italiana, IX) pondera la imprevista conjunción de imágenes heterogéneas; D’Ovidio admite que «esta gallarda y conceptuosa exposición de un Ímpetu filial casi desarma toda crítica». Yo tengo para mí que se trata de una de las muy pocas falsedades que admite la Comedia. La juzgo menos digna de esa obra que de la pluma de Malvezzi o de la veneración de Gracián. Dante, me digo, no pudo no sentir su falsía, agravada sin duda por la circunstancia casi coral de que los cuatro niños, a un tiempo, brindan el convite famélico. Alguien insinuará que enfrentamos una mentira de Ugolino, fraguada para justificar (para sugerir) el crimen anterior.
El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es, evidentemente, insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos3. La incertidumbre es parte de su designio, Ugolino roe el cráneo del arzobispo; Ugolino sueña con perros de colmillos agudos que rasgan los flancos del lobo («... e con l’agute scane / mi parea lor veder fender li fianchi»)4. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; Ugolino oye que los hijos le ofrecen inverosímilmente su carne; Ugolino, pronunciado el ambiguo verso, torna a roer el cráneo del arzobispo. Tales actos sugieren o simbolizan el hecho atroz. Cumplen una doble función: los creemos parte del relato y son profecías.
Robert Louis Stevenson (Ethical Studies, 110) observa que los personajes de un libro son sartas de palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y don Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila. De Ugolino debemos decir que es una textura verbal, que consta de unos treinta tercetos. ¿Debemos incluir en esa textura la noción de canibalismo? Repito que debemos sospecharla con incertidumbre y temor. Negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino es menos tremendo que vislumbrarlo.
El dictamen Un libro es las palabras que lo componen corre el albur de parecer un axioma insípido. Sin embargo, todos propendemos a creer que hay una forma separable del fondo y que diez minutos de diálogo con Henry James nos revelarían el «verdadero» argumento de Otra vuelta de tuerca. Pienso que tal no es la verdad; pienso que Dante no supo mucho más de Ugolino que lo que sus tercetos refieren. Schopenhauer declaró que el primer volumen de su obra capital consta de un solo pensamiento y que no halló modo más breve de transmitirlo. Dante, a la inversa, diría que cuanto imaginó de Ugolino está en los debatidos tercetos.
En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet, en ese tiempo, es cuerdo y es loco5. En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa Incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías, lo soñó Dante y así lo soñarán las generaciones.

Notas

[1] «Después más que el dolor pudo el ayuno».
[2] «... tú nos vestiste/con esta carne mísera, y puedes quitárnosla»
(Inf. XXXIII, 62-63).
[3] Observa Luigi Pietrobono (Infierno, pág. 47) «que el digiuno no afirma la culpa de Ugolino, pero la deja adivinar sin menoscabo del arte o del rigor histórico. Basta que la juzguemos posible».
[4] «... y con sus agudos colmillos / me parecía que se los hundían en sus costados» (Inf. XXXIII, 35-36).
[5] A titulo de curiosidad, cabe recordar dos ambigüedades famosas. La primera, la sangrienta luna de Quevedo, que es a la vez la de los campos de batalla y la de la bandera otomana: la otra, la mortal moon del soneto 107 de Shakespeare, que es la luna del cielo y la Reina Virgen.

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