Vos habéis dicho, Jesús mío, venid a mí los que estáis cargados y fatigados que yo os aliviaré, y héme aquí, Señor, que, lleno de confianza en tan consoladora promesa, vengo a vos este día, para suplicaros que sea cumplida en mí, según la grandeza de vuestra misericordia.
No miréis mis pecados, que me hacen indignísimo del bien que solicito; mirad solamente la fe con que—venerando vuestra verdad infalible—llego a rogaros seáis servido de dispensarme, en la recepción de vuestro precioso Cuerpo, aquel celestial alivio que han menester mis males. Nada soy, nada puedo, nada merezco por mí mismo; pero me siento cargado y fatigado por esa misma miseria que me es propia, y os obedezco, Señor, viniendo a buscar remedio en Vos, que sois todo, que lo podéis todo, que habéis merecido por todos y para todos...
Recibidme, pues, propiciamente, Redentor benignísimo, y dignándoos venir a este tan pobre y enfermo corazón, ved sus heridas y sus necesidades, para derramar en él la abundancia de vuestros consuelos, según la esperanza que funda en vuestra palabra. Amén.
Mucho se ha escrito sobre la mujer y mucho resta que decir todavía, según observa con razón un elegante publicista español, que recientemente ha enriquecido la historia del bello sexo c...