Mucho se ha escrito sobre la mujer y mucho resta que decir todavía, según observa con razón un elegante publicista español, que recientemente ha enriquecido la historia del bello sexo con un volumen precioso, dedicado exclusivamente a su estudio. No entra, sin embargo, en nuestro ánimo la idea de acompañarle por el vasto campo de su filosófica exploración, ni la de prestarle nuevos y desconocidos datos, para ensanche y apoyo de sus teorías. Vamos principalmente, por ahora, a echar rápida mirada sobre los antecedentes de la mujer respecto al sentimiento, comenzando por el religioso; esto es, por el papel que le ha cabido representar en el augusto drama de las relaciones de Dios con la humanidad caída y regenerada.
Concedemos sin la menor repugnancia que en la dualidad que constituye nuestra especie, el hombre recibió de la naturaleza la superioridad de fuerza física, y ni aun queremos disputarle en este breve artículo la mayor potencia intelectual, que con poca modestia se adjudica. Nos basta, lo declaramos sinceramente, nos basta la convicción de que nadie puede, de buena fe, negar a nuestro sexo la supremacía en los afectos, los títulos de su soberanía en la inmensa esfera del sentimiento.
“Las almas grandes—ha dicho un poeta—aspiran a descender, no por laxitud, sino por instinto de la verdadera elevación, que consiste en el sacrificio”. Tal es, precisamente, el carácter de la mujer; ella posee aquella intuición de la verdadera grandeza, aquel instinto del supremo heroísmo, que hace se complazca descendiendo; que hace se glorifique en el dolor; que hace, en fin, que consagre su corazón altar secreto de holocaustos continuos. Pero no temáis que ese gran corazón, en que se aposentan los inmensos afectos de hija, de esposa, de madre, exigiendo triple tributo de abnegaciones ignoradas, se postre o se rompa por no ser bastante a contenerlos. Desbordan, es verdad, aquellos sentimientos, y se derraman y se extienden por el mundo, pero es para servir de bálsamo a todas las úlceras que lo corroen; es para formar esas instituciones de beneficencia, que todas tienen a la mujer por fundadora o tutelar. ¡Oh! ella no es madre solamente en el sentido material de la palabra; la maternidad de su alma comprende al universo. La Providencia misma lo indicó así, al hacer que naciera del seno virginal de María el divino representante del mundo regenerado.
La dolorosa maternidad, expiación en Eva, triunfo en María (que fue, sin embargo, la más mártir de todas las madres), ciñe las sienes de la mujer, penitente o santa, con la aureola augusta del sacrificio; la reviste del sacerdocio más sublime—porque es el que exige mayor abnegación—del sacerdocio del amor. ¡Oh! ¡sí! Eva llorando la esclavitud de sus hijos, echados al mundo con dolores de sus entrañas; María rescatándolos, también con sus lágrimas, y abriéndoles las puertas del cielo con la inmolación de su alma, sintetizan—digámoslo así—toda la historia de su sexo. ¡Siempre el sacrificio, hasta en el triunfo! De este modo la mujer se alza reina por derecho divino en los vastos dominios del sentimiento; reina como primera en el dolor expiatorio; reina como primera en el dolor glorioso de la lucha y la victoria.
Notadlo bien, vosotros los que recordáis sin cesar la flaqueza de la primera madre, poniéndola como indeleble estigma sobre la frente del sexo; notad que María fue saludada llena de gracia por el mensajero celeste, antes de que la gracia se hubiese encarnado en el hombre. Notad también que Adán delinquió con Eva, y con ella produjo descendencia corrompida; pero María venció sola, y—sin intervención de ningún Adán—produjo descendencia divina. La gloria de María borró y cubrió con resplandores eternos la ignominia de Eva. La derrota de Adán necesitó de un Hombre Dios para ser reparada.
El mundo—a pesar de las vulgaridades que circulan por su seno en detractación del sexo femenino—no ha podido rehusarle los dictados de bello, tierno y piadoso, si bien desquitándose de este homenaje con llamarlo también débil. Apurado se vería, sin embargo, si le exigiésemos nos probase la justicia de esta última calificación con la minoría vergonzosa en que apareciese el sexo en las páginas sangrientas del heroísmo religioso. ¡Y eso que las mujeres no aprenden a ser fuertes y a despreciar la vida!
Mucho también habría de costarle el encontrar en la historia de las naciones un pueblo, un siglo, que no le suministrasen ejemplos admirables de mujeres magnánimas, ilustradas por hechos extraordinarios de patriotismo, que les han merecido de la posteridad el asombro y el aplauso.
¡Y eso que la mujer no está admitida a tomar parte en los intereses públicos, ni ha tenido jamás un Capitolio!
No es allí tampoco donde en este momento nos proponemos buscarla, porque no están allí los títulos más bellos de su gloria.
Volved, volved los ojos a aquellos días señalados por el más grande de todos los sucesos del orbe; a aquellos días en que brilló la luz tanto tiempo esperada, difundiendo sus resplandores hasta en los que yacían a la sombra de la muerte.
El Redentor recorre la Judea dando voz a los mudos, movimiento a las paralíticos, vista a los ciegos, salud a los enfermos, y anunciando el Evangelio a los pobres, según sus mismas palabras.
Los doctores de la ley le persiguen, acusándolo de perturbador del orden público.
Las mujeres ignorantes se van en pos suya, bendiciendo el vientre donde fue concebido.
El fariseo preciado de justo, que le recibe en su casa, no le ofrece agua para la ablución prescrita por el uso.
La mujer pecadora llega a lavarle los pies con sus lágrimas y a enjugárselos con sus cabellos.
Pilato, débil ante el ciego furor de los ancianos y sacerdotes, que le piden sangre inocente, la hace saltar bajo loa golpes del látigo, y abandona el Mesías al escarnio de sus soldados.
La mujer del gobernador romano salta de su lecho, perturbada por misteriosos presentimientos, y despacha mensajeros que le supliquen vivamente no permita sea derramada la sangre de aquel justo.
Y Pilato, y los doctores, y los sacerdotes, y los ancianos, y el pueblo, todos condenan al Hijo de Dios, todos le envían al suplicio, cargado con la cruz.
Las hijas de Jerusalén le siguen gimiendo y regando con sus lágrimas las últimas huellas del Mártir divino.
¡Oh! mirad levantada la cruz entre el cielo y la tierra, que une con sus brazos sangrientos. La Víctima santa, enclavada en aquel madero (que de instrumento de muerte queda convertido—a su contacto—en símbolo de vida), tiende las moribundas miradas en torno de aquel duro lecho de agonía. ¿Qué se han hecho tantos discípulos honrados con su amor, ilustrados con su doctrina? ¿Dónde están los hombres privilegiados, escogidos por él para ministerio augusto, revestidos por él de potestad contra el infierno? ¡Uno solo está allí! ¡uno solo! Pero en cambio hay tres mujeres. Ninguna de ellas se halló presente a la gloria del Tabor; todas acuden a participar de la ignominia del Gólgota.
Luego, cuando la noche extiende su lúgubre manto sobre la ciudad deicida, ¿quiénes velan en medio del silencio, preparando perfumes para embalsamar con piadosas manos los sacrosantos restos?—¡Mirad! mujeres también. Por eso merecen que una de ellas escuche antes que nadie aquel anuncio solemne de felicidad para todas las generaciones humanas.—“¡Mujer! no está aquí el que buscas; ha resucitado, como dijo.”
Y no es esto sólo; otro júbilo, otra gracia nos estaba reservada. La mujer—que fue la primera en recibir la noticia del triunfo—fue también la primera que contempló con sus ojos al Primogénito de entre los muertos.
Era justo; ella le había acompañado en el suplicio y le buscaba en la tumba.
Hemos visto antes a Eva y a María—a la madre culpable y a la Madre Santísima—ofreciendo igualmente al cielo abundante tributo de maternales dolores. Vemos ahora a María y a Magdalena—a la Virgen sin mancha y a la cortesana arrepentida ofreciendo igualmente a la admiración del mundo el sublime ejemplo de la fortaleza del amor.
Las dos se nos presentan al pie de la cruz, y allí la una, y junto al sepulcro la otra, oyen de labios divinos y de labios angélicos aquel vocativo—¡mujer!—que tiene en ambos casos significación gloriosa.
¡Mujer! He ahí a tu hijo, le dice el Redentor a María, simbolizando en San Juan a todos los hombres. Notadlo; no la llama madre suya, porque la Reina de los mártires no representa allí solamente a la augusta Madre del Mesías; representa a la mujer a la mujer rehabilitada, a la mujer santificada, a la mujer co-redentora, cuyo grande corazón puede contener la maternidad del universo.
¡Mujer! dice también el ángel a Magdalena, el que buscas no está aquí; ha resucitado, como dijo.
Tampoco la amante penitente es llamada por su nombre; el vocativo de que se sirve el nuncio celeste es el mismo empleado por el Redentor al dirigir a María sus últimas palabras: ¡Mujer! Porque, lo mismo que la Virgen sin mancha, la pecadora absuelta porque amó mucho, personifica allí a todo el sexo... a ese sexo que acompañó a Jesús hasta el Calvario, que le bendijo cuando le maldecían los hombres, que le buscó en el sepulcro cuando le olvidaba en él un pueblo entero colmado de sus beneficios, y que—conquistándose para siempre las calificaciones de piadoso y amante—mereció la dicha de ser el primero en saber que la muerte había sido vencida por el amor, y abiertas para el amor las eternas puertas de la gloria.
María y Magdalena, la pureza y la penitencia, se ciñen a la par, en la divina epopeya del cristianismo, la corona inmarcesible del sentimiento, sintetizando a su sexo, grande siempre por el corazón.
Leed las sagradas páginas del Evangelio y en ellas hallaréis toda la historia de la mujer, y por ellas comprenderéis cuán noble, cuán bello, cuán augusto es el papel que le ha tocado representar en la historia de la humanidad.
María llena de gracia, Magdalena llena de amor; María madre y modelo de todas las generaciones redimidas, Magdalena hermana y ejemplo de todas las almas penitentes; ambas amantes, ambas doloridas, ambas al pie de la cruz, simbolizan igualmente al sexo magnánimo, al que concedió el Eterno la soberanía en todos los afectos, y—por los merecimientos de todos los sacrificios—las primicias de todos los triunfos.