Sabiduría de Rafaela Ortega,
hallazgo en la vía,
copa de plata ganada en mi viaje.
Se me rompe tu cara
en los cien países cruzados,
y voy a juntarla
y a colgarla en el muro de todas mis casas.
En una comisura la paciencia,
la piedad en la otra, y al medio, la sonrisa;
gotas de aceite dorado que tiemblan,
las dos iguales como las cejas.
Grueso cuerpo sin marchas y ademanes dormidos,
algodones candeales que se van y se vienen.
Modo de hablar de madeja de lapa,
tan suave, tanto, que engaña al rebelde,
porque es gobierno de cuanto la toca,
imperceptible y ceñido gobierno.
Si me lo enseña, volteo este mundo,
mudo los cerros y tuerzo los ríos
y hago que dancen muchachos y viejos
sin que ellos sepan que danzan sonámbulos...
Caminar suave que el aire no parte,
para hospitales con caras volteadas
y con oídos que son inefables;
o para playas con siestas de niños
hundidos como pollada en la duna.
Ella en un ruedo de lienzos volando
sin que su viento le grite en la cofia
ni le rezongue la guija a los pies...
Vino después de su tiempo. Ha dejado
por cortesía pasar a los otros,
que se llamaban Quiroga y Las Casas.
No llegó a América a darnos oficios
—viejos oficios en tierra doncella—
y yo por ella, perdí para siempre,
anchos telares cruzando mi cara,
el rollo de unos tapices vehementes
y el azureo muslín de una jarra.
Rojez de prisa, no se la miraron;
carrera loca, no le conocieron.
Una reina perdió su reino,
por no galopar rompiendo los céspedes
y llegar a día y hora de repartos.
Su único pecado yo se lo conozco:
se quedó sola; reza y borda sola,
sin nube de amor sobre su cabeza
y sin arrayán de amor a su espalda,
pecado en tremenda tierra de Castilla,
donde las aldeas de soledad gritan
a cielo absoluto y tierra absoluta...
Sabiduría de Rafaela Ortega,
tarde llegó a sazonarme la lengua.
¡Igual que la oveja lame la sal gema
para un corazón que va al matadero,
yo la he conocido de paso a la muerte,
y la dejo aquí contada y bendita!