Antonio Machado
Cabalgaba por agria serranía,
una tarde, entre roca cenicienta.
El plomizo balón de la tormenta
de monte en monte rebotar se oía.
 
Súbito, al vivo resplandor del rayo,
se encabritó, bajo de un alto pino,
al borde de una peña, su caballo.
A dura rienda le tornó al camino.
 
Y hubo visto la nube desgarrada,
y, dentro, la afilada crestería
de otra sierra más lueñe y levantada,
 
—relámpago de piedra parecía—.
¿Y vió el rostro de Dios? Vió el de su amada.
Gritó: ¡Morir en esta sierra, fría!
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