Cuando don Ramón Montoya
se fue, porque lo llamaron
para una fiesta en la gloria,
temblaron, tristes y solas,
sin que nadie las tocara
las guitarras españolas;
por los tablaos derramaron
lágrimas como lunares
todas las batas de cola,
y muertecitos de pena
se quedaron las gargantas,
y los cante y las penas.
Antes de que don Ramón
llegara para la fiesta,
y no habiendo allí, guitarras
porque tampoco había juergas,
Dios le dijo a San José
(a san José, que es un santo
que sabe bien de maderas):
—José: hazme una guitarra
una guitarra flamenca
con el mejor palo santo
y más celestial que tengas.
Y orgulloso del encargo,
San José,
San José hizo una guitarra
que pa qué...
Los santos, cuando la vieron,
se quedaron pasmaítos;
más de cuatro
perdieron hasta el sentío;
y Dios no pudo por menos
que decirle a San José
con un aire bien flamenco:
—Olé las manos que hicieron
esa guitarra de España
para más gloria del cielo.
Don Ramón tomó en sus manos
la guitarra; por la Gloria
el silencio se afinaba
contra el filo de las rosas.
Templó las cuerdas; las cuerdas
sonaron con son de luna,
pero de luna española,
y don Ramón empezó
su lección mágica y honda:
Sevilla ríe en la prima,
fina, ligera y garbosa
y Cárdoba en el bordón
lloraba una pena mora.
Darros y Guadalquivires
se enredaban en las notas
y todo el aire andaluz
iba, en manos de Montoya,
corriendo Sierras Morenas,
cruzando Tajos de Ronda.
El silencio se rompió
con un ¡olé! que hizo historia,
y el cielo se hizo colmao
por el embrujo embrujao
de los duendes de Montoya .
San Cristóbalón,
las manos como palmeras,
empezó a hacer unas palmas
que se venía el cielo a tierra.
—Sordas, sordas
(le decía don Ramón);
que esto no es una tormenta,
San Cristóbalón—
Y Santa Teresa, ¡vaya...
vaya monja!
Qué doctora tan sencilla,
qué mística tan graciosa,
qué santa de ancha es Castilla,
qué gloria tan española,
y qué española tan guapa,
tan guapa y requetehermosa,
¡lo que se dice una monja
flamencona!
Si loca de gracia estaba
ahora se volvió más loca
oyendo cómo reían
y gemían
los duendes de Andalucía
en las manos de Montoya.
Se recogió bien el hábito
de una punta a la cadera;
alzó los brazos al aire
llenándolos de canela
—dos jaulas eran sus manos
dando a los pájaros suelta—
y, a quiebros y a giros y
a todas las cosas buenas,
se echó a medir el tablao
de la fiesta.
Y, llevada de su genio,
en una de aquellas vueltas,
dio un volantazo tan grande
con su bata de estameña,
que por poquito poquito
me lo tira de cabeza
a su San Juan de la Cruz
que, lleno de misticismo
como siempre estuvo, estaba
mirándola embobaíto.
San Pedro, que siempre tiene
carita de mal humor,
desde la puerta miraba
serio a Dios, como diciendo:
¡Esto no es serio, Señor!
Pero cuando don Ramón
hizo temblaer en un tercio
toda el alma del bordón,
San Pedro sintió que un aire
como un diablillo gitano
se le metí por las venas
y se le subía a los labios.
Y sin poder contenerse,
y sin poder remediarlo,
se echó pa’lante, flamenco,
con una caña en la mano;
se echó el vinillo a la boca,
lo paladeó un buen rato,
carraspeó pa evitar
que le saliera algún gallo
(que no sé por qué San Pedro
le teme tanto a los gallos),
y entonándose primero
con un jipío bien largo,
puso el cielo al rojo vivo
con los tercios de un fandango:
—Con el permiso de Dios,
y como premio a esas manos,
escrito queda en la historia:
desde hoy tendrán los gitanos
entrada libre en la gloria.
Y cuando vieron los santos
que al embrujo de Montoya,
el santo más serio estaba
en lo mejor de sus glorias,
Cecilia dejó el piano
y san David tiró el arpa
y se pusieron a hacer
un repiqueteo de palmas.
Y mientras que, postineros,
con su estrellita del brazo,
jaleaban los luceros,
bailó y cantó como nunca
entre requiebros y oles,
la Mercé por bulerías
y Chacón por caracoles.
Ebrias de gracia española,
las santas más achinadas
se sintieron flamenconas.
Y hasta la Virgen María,
bonita como ella sola,
con la luna por peineta
y el sol por bata de cola,
se bailó por alegrías
en el tablao de la gloria.