Ni un suspiro a mi cuidado
contestando a mi suspiro;
fuiste de duro zafiro
siendo de vidrio quebrado.
Ni un rosal viejo y gastado
merecí de tus antojos;
sólo me diste despojos
de tu zarzal y tu roca
que me sangraron la boca
y me cegaron los ojos.
Ni una mirada siquiera
ni una palabra sencilla,
ni siquiera la semilla
de una sonrisa ligera.
Cuando yo te daba entera
mi flor de luna y de todo
tú... pagabas a tu modo,
y así, mientras mi hidalguía
te daba cuanto tenía,
te di mi templo y mis ritos,
mi boca llena de gritos,
mis ojos llenos de llanto,
te di tanto... ¡tanto, tanto!
que darte más no podía,
y cuando ya no había
nada en casa que pidieras,
yo para que no dijeras
tú me lo negabas todo.
¿Qué te di? ¡Nada...! ¡Nada!
Mi beso recién comprado
y en la fragua del costado
una hoguera desbocada.
Te di mi huerta cercada
llena de rosas y lirios,
te di la voz y los cirios
de mis noches en desvela,
y un corazón sin cancela
roto de tantos martirios.
Te di mi risa y mi canto,
te di la casa vacía.
Pero... ¿para qué te digo
cosas que no han de llegarte?
Caña frágil que se parte
no entiende de mi buen trigo,
y ya ves: ni te maldigo.
¿Para qué? Desde aquel día,
tu bajeza y mi hidalguía
se definen de este modo:
Tú me lo negaste todo,
yo te di cuanto tenía.