Jorge Luis Borges

Si las amplias catástrofes militares que vaticina Aldous Leonard Huxley no derogan el hábito o la tarea de escribir libros, los hombres del cercano  porvenir escribirán, sin duda, la historia de la dinastía  de  los  Huxley.  «De  hacer  muchos  libros  no  hay  fin»,  dice  el  Eclesiastés  con  su acostumbrada  amargura;  admitamos  que  el  hecho  es  real  y  procuremos  imaginar  las  formas probables que asumirá esa «Huxley Saga», o  —para usar el rótulo ruidoso de Emilio Zola— esa Historia Natural y Social de la Familia Huxley. Sospecho que el primer historiador escribirá en función  de  Aldous  Leonard,  ahora  el  más  ilustre,  y  verá  en  Thomas  el  abuelo,  en  Leonard  el padre  y  en  Julián  el  hermano,  simples  variantes  o  vanas  aproximaciones  del  autor  de  Point Counter Point. No hay libro que no encierre un contralibro, que es su reverso; a esa interpretación harto  «evolucionista»  de  la  familia,  sucederá  otra  historia  que  supedite  el  nieto  afrancesado  al abuelo batallador. Después, un libro que recalque las diferencias de las tres ilustres generaciones; seguido,  naturalmente,  de  otro  que  recalque  los  parecidos  y  que  tal  vez,  a  la  manera  de  esas fotografías  genéricas  que  fabricaba  por  superposición  Francis  Galton,  concentre  los  diversos Huxley  en  un  solo  individuo  intemporal,  o  siquiera  longevo.  Ese  volumen  (si  el  autor  no  es menos genial que esta previsión) tendrá en el frontispicio una de esas fotografías platónicas de que  hablé,  y  como  epígrafe  el  pasaje  de  Julián:  «La  continua  corriente  vital  llamada  género humano está rota en pedacitos aislados llamados individuos. Esto sucede con todos los animales superiores,  pero  no  es  necesario: es  un  expediente.  La  materia  viva  tiene  que  desplegar  dos actividades: una que se refiere a su inmediato comercio con el mundo exterior; otra a su futura perpetuación.  El  individuo  es  un  artificio  para  que  una  porción  de  materia  viva  pueda desempeñarse y proceder en un medio ambiente determinado. Después de un tiempo lo desechan y  muere.  Contiene,  sin  embargo,  una  reserva  de  sustancia  inmortal,  que  transmite  a  las generaciones futuras».

La entonación del párrafo anterior es tranquila; el concepto, desolador. «Voy a escribir acerca de los hombres como si escribiera de sólidos, de superficies planas y de líneas», se propuso Spinoza. Ese  astronómico  desdén,  esa  casi  divina  imparcialidad,  es  típica  de  todos  los  Huxley.  Decirle inhumana es absurdo: si algo humano hay, en el sentido privativo de la palabra, es la capacidad de  encarar  nuestro  propio  destino,  nuestras  más  íntimas  vergüenzas  y  dichas,  como  si  le sucedieran a alguien que ha muerto. El sentimiento básico de los Huxley es el pesimismo. El de todos  ellos.  En  Thomas  Henry  Huxley,  el  antepasado,  los  manuales  de  literatura  inglesa  no quieren ver sino el polemista ruidoso, el compañero de batalla de Darwin. Es cierto que dedicó buena parte de su vigor, y aun de su descortesía, a divulgar el parentesco del homo sapiens con el homo  caudatus,  del  universitario  de  Oxford  con  el  orangután  de  Borneo;  pero  esas  indiscretas revelaciones  —que Carlyle nunca le perdonó— están muy lejos de agotar su obra múltiple. Una superstición divulgadísima de nuestro siglo  XX identifica  al siglo  anterior con  el materialismo absoluto  y  con  las  incurables  boberías  del  optimismo.  Thomas  Huxley,  ¡en  1879!,  refuta  el primer  cargo:  «Si  el  materialista  arguye  que  el  orbe  y  todos  sus  fenómenos  son  reducibles  a materia y a movimiento, el idealista puede responder que el movimiento y la materia no existen sino  en  cuanto  nosotros  los  percibimos;  vale  decir,  no  son  más  que  estados  mentales. El argumento es irrefutable. Si me obligaran a elegir entre el materialismo absoluto y el idealismo absoluto,  optaría  por  el  segundo.»  En  cuanto  al  otro  cargo,  el  de  un  injusto  y  candoroso optimismo,  básteme  trasladar  sus  palabras:  «Las  doctrinas  de  la  predestinación,  del  pecado original, de la depravación innata del hombre, de la desdicha de los más, del reino de Satán en la tierra,  de  un  demiurgo  malévolo,  me  parecen  (por  extravagante  que  sea  su  forma)  mucho  más razonables que nuestra ilusión liberal de que todos los chicos nacen buenos y de que luego los deteriora el ejemplo de una sociedad corrompida… Tampoco puedo creer que la Providencia sea un oculto filántropo y que todo, a la larga, mejorará.» En otra página declara no haber percibido jamás en la Naturaleza la menor huella de un propósito moral, y anota que éste es un artículo de fabricación  humana  exclusiva.  La  evolución,  para  Huxley,  no  era  un  proceso  necesariamente infinito: creía en una declinación después del ascenso, en la gradual desanimación de este mundo. El hombre vertical (insinuó) recaerá en el oblicuo mono, la voz articulada en el tosco grito, el jardín en la selva o en el desierto, el pájaro en el árbol encadenado, el planeta en la estrella, la estrella en la vasta nebulosa, la nebulosa en la improbable divinidad. Esa inversión o regresión del  proceso  cósmico  no  abarcará  menos  centenares  de  siglos  que  la  etapa  creadora.  Siglos  de siglos  tardará  una  frente  en  deprimirse  un  poco,  en  proyectarse  más  bestial  un  perfil…  La hipótesis es lóbrega: podría ser muy bien de Aldous Huxley.

Charles Maurras nos habla sin ironía de cierto «maestro de tradición», J. F. Bladé, hijo, nieto y bisnieto  de  soldados,  que  para  continuar  esa  tradición  «determinó  batirse  con  Alemania  en  el terreno de la ciencia». ¡Triste manera de entender la ciencia, denigrándola al ejercicio jurídico de probar que el acusado nunca tiene razón; triste manera de entender la tradición, denigrándola a un juego de odios! Mejor la sirven los Huxley interrogando al mundo, sin otro compromiso que el de la probidad de su método. Eso debe ser la tradición: un instrumento, no la perpetuación de unos malhumores.

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