Dulce María Loynaz

Joven Rey Tut-Ank-Amen:

En la tarde de ayer he visto en el museo la columnita de marfil que tú pintaste de azul, de rosa y de amarillo.

Por esa frágil pieza sin aplicación y sin sentido en nuestras bastas existencias, por esa simple columnita pintada por tus manos finas—hoja de otoño—hubiera dado yo los diez años más bellos de mi vida, también sin aplicación y sin sentido... Los diez años del amor y de la fe.

Junto a la columnita vi también, joven Rey Tut-Ank-Amen, vi también ayer tarde—una de esas tardes del Egipto tuyo—vi también tu corazón guardado en una caja de oro.

Por ese pequeño corazón en polvo, por ese pequeño corazón guardado en una caja de oro y esmalte, yo hubiera dado mi corazón joven y tibio: puro todavía.

Porque ayer tarde, Rey lleno de muerte, mi corazón latió por ti lleno de vida, y mi vida se abrazaba a tu muerte y me parecía a mí que la fundía...

Te fundía la muerte dura que tienes pegada a los huesos con el calor de mi aliento, con la sangre de mi sueño, y de aquel trasiego de amor y muerte estoy yo todavía embriagada de muerte y de amor...

Ayer tarde—tarde de Egipto salpicada de ibis blancos—te amé los ojos imposibles a través de un cristal...

Y en otra lejana tarde de Egipto como esta tarde—luz quebrada de pájaros—tus ojos eran inmensos, rajados a lo largo de las sienes temblorosas...

Hace mucho tiempo en otra tarde igual que esta tarde mía, tus ojos se tendían sobre la tierra, se abrían sobre la tierra como los dos lotos misteriosos de tu país.

Ojos rojillos eran; oreados de crepúsculos y del color del río crecido por el mes de septiembre.

Ojos dueños de un reino eran tus ojos, dueños de las ciudades florecientes, de las gigantes piedras ya entonces milenarias, de los campos sembrados hasta el horizonte, de los ejércitos victoriosos más allá de los arenales de la Nubia, aquellos ágiles arqueros, aquellos intrépidos aurigas que se han quedado para siempre de perfil, inmóviles en jeroglíficos y monolitos.

Todo cabía en tus ojos, Rey tierno y poderoso, todo te estaba destinado antes de que tuvieras tiempo de mirarlo... Y ciertamente no tuviste tiempo.

Ahora tus ojos están cerrados y tienen polvo gris sobre los párpados; más nada tienen que ese polvo gris, ceniza de los sueños consumidos. Ahora entre tus ojos y mis ojos, hay para siempre un cristal inquebrantable...

Por esos ojos tuyos que yo no podría entreabrir con mis besos, daría a quien los quisiera, estos ojos míos ávidos de paisajes, ladrones de tu cielo, amos del sol del mundo.

Daría mis ojos vivos por sentir un minuto tu mirada a través de tres mil novecientos años... Por sentirla ahora sobre mí—como vendría—vagamente aterrada, cuajada del halo pálido de Isis.

Joven Rey Tut-Ank-Amen, muerto a los diecinueve años: déjame decirte estas locuras que acaso nunca te dijo nadie, déjame decírtelas en esta soledad de mi cuarto de hotel, en esta frialdad de las paredes compartidas con extraños, más frías que las paredes de la tumba que no quisiste compartir con nadie.

A ti las digo, Rey adolescente, también quedado para siempre de perfil en su juventud inmóvil, en su gracia cristalizada... Quedado en aquel gesto que prohibía sacrificar palomas inocentes, en el templo del terrible Ammon-Ra.

Así te seguiré viendo cuando me vaya lejos, erguido frente a los sacerdotes recelosos, entre una leve fuga de alas blancas...

Nada tendré de ti, más que este sueño, porque todo me eres vedado, prohibido, infinitamente imposible. Para los siglos de los siglos tus dioses te guardaron en vigilia, pendientes de la última hebra de tus cabellos.

Pienso que tus cabellos serían lacios como la lluvia que cae de noche... Y pienso que por tus cabellos, por tus palomas y por tus diecinueve años tan cerca de la muerte, yo hubiera sido lo que ya no seré nunca: un poco de amor.

Pero no me esperaste y te fuiste caminando por el filo de la luna en creciente; no me esperaste y te fuiste hacia la muerte como un niño va a un parque, cargado de los juguetes con que aún no te habías cansado de jugar... Seguido de tu carro de marfil, de tus gacelas temblorosas...

Si las gentes sensatas no se hubieran indignado, yo habría besado uno a uno estos juguetes tuyos, pesados juguetes de oro y plata, extraños juguetes con los que ningún niño de ahora—balompedista, boxeador—sabría ya jugar.

Si las gentes sensatas no se hubieran escandalizado, yo te habría sacado de tu sarcófago de oro, dentro de tres sarcófagos de madera, dentro de un gran sarcófago de granito, te hubiera sacado de tanta siniestra hondura que te vuelve más muerto para mi osado corazón que haces latir... que sólo para ti ha podido latir, ¡oh, Rey dulcísimo!, en esta clara tarde del Egipto—brazo de luz del Nilo.

Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble y te hubiera envuelto suavemente en mi chal de seda...

Así te hubiera yo recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo... Y como a un niño enfermo habría empezado a cantarte la más bella de mis canciones tropicales, el más dulce, el más breve de mis poemas.

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