Cuántas veces he estado
—espía del silencioesperando
unas letras,
una voz. (Ya sabidas.
Yo las sabía, sí,
pero tú, sin saberlas,
tenías que decírmelas.)
Como nunca sonaban,
me las decía yo,
las pronunciaba, solo,
porque me hacían falta.
Cazaba en alfabetos
dormidos en el agua,
en diccionarios vírgenes,
desnudos y sin dueño,
esas letras intactas
que, juntándolas luego,
no me decías tú.
Un día, al fin, hablaste,
pero tan desde el alma,
tan desde lejos,
que tu voz fue una pura
sombra de voz, y yo
nunca, nunca la oí.
Porque todo yo estaba
torpemente entregado
a decirme a mí mismo
lo que yo deseaba,
lo que tú me dijiste
y no me dejé oír.