¡Qué día sin pecado!
La espuma, hora tras hora,
infatigablemente,
fue blanca, blanca, blanca.
Inocentes materias,
los cuerpos y las rocas
—desde cenit total
mediodía absoluto—
estaban
viviendo de la luz,
y por la luz y en ella.
Aún no se conocían
la conciencia y la sombra.
Se tendía la mano
a coger una piedra,
una nube, una flor,
un ala.
Y se las alcanzaba
a todas porque era
antes de las distancias.
El tiempo no tenía
sospechas de ser él.
Venía a nuestro lado,
sometido y elástico.
Para vivir despacio,
de prisa, le decíamos:
“Para”, o “Echa a correr”.
Para vivir, vivir
sin más, tú le decías:
“Vete.”
Y entonces nos dejaba
ingrávidos, flotantes
en el puro vivir
sin sucesión,
salvados de motivos,
de orígenes, de albas.
Ni volver la cabeza
ni mirar a lo lejos
aquel día supimos
tú y yo. No nos hacía
falta. Besarnos, sí.
Pero con unos labios
tan lejos de su causa,
que lo estrenaban todo,
beso, amor, al besarse,
sin tener que pedir
perdón a nadie, a nada.