José María Heredia
Arco sublime de triunfo,
Que adornas el vasto cielo,
Cuando su confuso velo
Recoge la tempestad;
   No al oráculo severo
De la alma filosofía
Pregunta la mente mía
La causa de tu beldad.
 
   Paréceme como en tiempo
De mi niñez deliciosa,
Cuando tu frente radiosa
Parábame a contemplar;
   Y estación te imaginaba
Para que entre tierra y cielo
Descansara de su vuelo
Del justo el alma inmortal.
 
   ¿Pueden los ópticos fríos
Explicar tu forma bella,
Para agradarme con ella
Cual mi ignorancia feliz?
   En lluvia fugaz convierten
El espléndido tesoro
De perlas, púrpura y oro,
Que ardiente soñaba en ti.
 
   Cuando a natura la ciencia
Quita el misterioso encanto,
¡Cuánto disminuye, cuánto
El brillo de su beldad!
   ¡Cuál ceden a yertas leyes
Mil deliciosas visiones!
¡Cuan plácidas ilusiones
Miramos ¡ay! disipar!
 
   Pero el mismo Omnipotente
Nos revela, arco divino,
Tu origen y tu destino
Con su palabra inmortal.
   Al dibujarse tu frente
En el cielo y mar profundo,
Al cano padre del mundo
Fuiste sagrada señal.
 
   Cuando tras fiero diluvio
La verde tierra te amaba,
Cada madre a su hijo alzaba
A ver el arco de Dios.
   El campo te daba incienso
Y aroma puro la brisa,
Cuando en tu luz la sonrisa
Del cielo resplandeció.
 
   Y como entonces brillabas,
Sereno brillas ahora,
Y cual del mundo la aurora,
Su fin tremendo verás:
   Que Dios, fiel a su promesa,
Intacta guarda tu gloria,
Para perpetua memoria
De que a la tierra dio paz.
 
   De la música primera
Sonó en tu honor el acento,
Y del primer poeta el viento
Oyó la mágica voz.
   Sigue, pues, siendo mi tema,
Símbolo de la esperanza,
Fiel monumento de alianza
Entre los hombres y Dios.

(1830)

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